Nuestra fe no es un libro, cuyas
enseñanzas hay que seguir como un reglamento de vida; ni es una moral estricta,
que debemos obedecer para no vernos excluidos de nuestra iglesia. Nuestra fe es
una persona a la que debemos amar e imitar, en lo posible. Si cumpliésemos
perfectamente la moral cristiana, pero lo hiciésemos por una especie de prurito
humanista, sin referirlo al amor de Cristo, entonces seríamos naturalezas
humanas cuasi-perfectas, pero no seríamos cristianos. Y digo cuasi-perfectas,
porque la dimensión más importante del hombre, su relación con su Dios creador,
no se vería realizada.
Dios no espera de nosotros tanto la
perfección de nuestra naturaleza –si así fuese, nos habría creado infalibles-,
cuanto que busquemos esa perfección por amor a él; y que sea este amor el que
después le tengamos eternamente, compartiendo su gloria y su felicidad.
Cuánta gente se ha quedado estancada en
la Ley mosaica en vez de evolucionar hasta el Cristianismo; y lo peor no es que
ellos se pierdan la mejor parte de su fe, sino que la enseñan así a los demás…
¡Claro!, que obras son amores y no buenas
razones…: por amor a Él lo intentamos una y otra vez, levantándonos cada vez
que caemos.