lunes, 23 de abril de 2007

El abrigo o la piel

Ayer escuchaba al sacerdote en su homilía dominical reprocharnos que con frecuencia usamos la Religión como si fuese un abrigo: nos lo ponemos cuando hace frío; pero el resto del tiempo lo tenemos olvidado en el perchero.

La verdad es que el ejemplo me gustó mucho:

Cuando hace frío (antes de un exámen, ante la enfermedad o el dolor, cuando las cosas no nos van bien), nos acordamos de Dios y nos ponemos el "abrigo de la Religión" para protegernos. Pero cuando hace buen tiempo (todo nos va bien, tenemos salud y dinero, ...), entonces nos quitamos el "abrigo de la Religión" porque más que protegernos nos estorba: no queremos que los demás nos vean llevándolo, porque nos tacharían de "raros". Además, cuando "hace buen tiempo", nos pensamos que ésto es debido a nuestras buenas cualidades y nuestro propio esfuerzo... y nos olvidamos de Dios, hasta que con el frío volvemos a recordar que le necesitamos.

¡El ejemplo es acertado y real!

Muy al contrario, la Religión debería ser para nosotros como la piel, que siempre la llevamos con nosotros y nos protege tanto del frío como del calor, de la lluvia o de la sequía. Y no sólo nos protege, sino que configura nuestro propio ser: nadie se avergonzaría de su piel o se la dejaría olvidada en el perchero. Además, somos conscientes de que por muchos que sean nuestros méritos o nuestro esfuerzo, nada haríamos sin nuestra piel.

Y seríamos más conscientes de que nuestra piel nos acompaña en todos nuestros actos: es la misma cuando rezamos en éxtasis ante el Sagrario, cuando trabajamos o cuando disfrutamos del orgasmo más gozoso... y que todos son profundos actos de Religión, queridos por Dios, cuando se producen en su debida forma y momento.

Si la Religión fuese nuestra piel en vez de nuestro abrigo, no habría tantas contradiciones entre ley y moral, espíritu y materia o en "dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César".

¿Por qué nos quitamos la piel para salir a la calle?

domingo, 15 de abril de 2007

El Mandato Nuevo: eje de la sociedad.

Lo que diferencia al ser humano de los demás seres creados -salvo los ángeles- es su capacidad de amar: su posibilidad de renunciar al propio bien en favor del bien de otro. Esta diferencia es la que le otorga una dignidad diferente e infinitamente superior a la de los demás seres: vale más una vida humana que cualquier otra cosa, por valiosa que ésta sea.

Los Derechos Humanos, aunque la ONU se niegue a reconocerlo, se basan en esta dignidad, en que Dios nos ha creado libres para amar y amarle... y ésto nos iguala a todos.

Pero esto también nos impone una carga (¿lo es?) inmensa: si nuestra dignidad se deriva de nuestra capacidad de amar, entonces estamos obligados a amar... y, consecuentemente, tenemos derecho a ser amados.

Una vez más, el mensaje evangélico y los valores cristianos se revelan como la mejor ideología social: "Un mandato nuevo os doy: que os améis unos a otros como yo os he amado"..."amad a vuestros enemigos y haced el bien a quienes os persiguen"...

Compáralo con la doctrina marxista del odio entre clases... o la doctrina liberal de que cada palo aguante su vela.