Ayer escuchaba al sacerdote en su homilía dominical reprocharnos que con frecuencia usamos la Religión como si fuese un abrigo: nos lo ponemos cuando hace frío; pero el resto del tiempo lo tenemos olvidado en el perchero.
La verdad es que el ejemplo me gustó mucho:
Cuando hace frío (antes de un exámen, ante la enfermedad o el dolor, cuando las cosas no nos van bien), nos acordamos de Dios y nos ponemos el "abrigo de la Religión" para protegernos. Pero cuando hace buen tiempo (todo nos va bien, tenemos salud y dinero, ...), entonces nos quitamos el "abrigo de la Religión" porque más que protegernos nos estorba: no queremos que los demás nos vean llevándolo, porque nos tacharían de "raros". Además, cuando "hace buen tiempo", nos pensamos que ésto es debido a nuestras buenas cualidades y nuestro propio esfuerzo... y nos olvidamos de Dios, hasta que con el frío volvemos a recordar que le necesitamos.
¡El ejemplo es acertado y real!
Muy al contrario, la Religión debería ser para nosotros como la piel, que siempre la llevamos con nosotros y nos protege tanto del frío como del calor, de la lluvia o de la sequía. Y no sólo nos protege, sino que configura nuestro propio ser: nadie se avergonzaría de su piel o se la dejaría olvidada en el perchero. Además, somos conscientes de que por muchos que sean nuestros méritos o nuestro esfuerzo, nada haríamos sin nuestra piel.
Y seríamos más conscientes de que nuestra piel nos acompaña en todos nuestros actos: es la misma cuando rezamos en éxtasis ante el Sagrario, cuando trabajamos o cuando disfrutamos del orgasmo más gozoso... y que todos son profundos actos de Religión, queridos por Dios, cuando se producen en su debida forma y momento.
Si la Religión fuese nuestra piel en vez de nuestro abrigo, no habría tantas contradiciones entre ley y moral, espíritu y materia o en "dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César".
¿Por qué nos quitamos la piel para salir a la calle?
No hay comentarios:
Publicar un comentario