lunes, 14 de julio de 2008

El sermón de la Montaña

Seguimos con el Jesús de Nazaret, de Benedicto XVI.

¿Cómo se reconoce el reinado de Dios en la tierra? ¿Cuáles son sus normas?

El sermón de la montaña es la "nueva Torá" que Jesús trae al mundo: está dirigido a todos los hombres del pasado, del presente y del futuro; pero para poder entenderlo, se exige ser discípulo de Jesús: sólo se puede vivir cuando se sigue a Jesús, cuando se camina con Él, cuando se obtiene su gracia.

Las Bienaventuranzas son palabras de promesa que sirven al mismo tiempo como discernimiento de espíritu, son palabras orientadoras. Promesas en las que resplandece la nueva imagen del hombre y del mundo que Jesús inaugura; paradojas en las que se invierten los valores: con Jesús entra alegría en la tribulación. Las Bienaventuranzas expresan lo que significa ser discípulo: se proclama en la vida, en el sufrimiento y en la misteriosa alegría del discípulo que sigue plenamente al Señor. "Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí". Las Bienaventuranzas son la trasposición de la cruz y la resurrección a la existencia del discípulo. Son señales que también indican el camino a la Iglesia, que debe reconocer en ellas su modelo.

Los pobres de espíritu -piadosos-. En su pobreza, Israel se siente cercano a Dios. Los pobres, en su humildad, están cerca del corazón de Dios; los ricos, en su arrogancia, sólo confían en sí mismos. Los pobres son hombres que no alardean de sus méritos: no se presentan ante Él como socios en pie de igualdad; Llegan con las manos vacías; no con manos que agarran y sujetan, sino con manos que abren y dan. Pero la pobreza puramente material no salva, si ésta nos lleva a olvidar a Dios y codiciar los bienes materiales. Se debe entender el poseer sólo como servicio y, frente a la cultura del tener, contraponer la cultura de la libertad interior [tener como si no se tuviera], creando así las condiciones de la justicia social. El sermón de la montaña no es un programa social; pero sólo donde la fuerza de la renuncia y la responsabilidad por el prójimo y por toda la sociedad surge como fruto de la fe, sólo allí puede crecer también la justicia social.

Los humildes heredarán la tierra. "Cargad con mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón": "mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno" (Zacarías 9,9). Jesús con su entrada en Jerusalén a lomos de una borrica, nos manifiesta toda la esencia de su reinado.

Dichosos los afligidos: la aflicción que ha perdido la esperanza, que ya no confía en el amor y la verdad, destruye al hombre por dentro; pero la aflicción provocada por la conmoción ante la verdad, lleva al hombre a la conversión, a oponerse al mal.

En Ezequiel 9 vemos cómo quedan excluidos del castigo los que no siguen a la manada, que no se dejan llevar por el espíritu gregario para participar en una injusticia que se ha convertido en algo normal, sino que sufren por ello. Aunque no está en sus manos cambiar la situación en su conjunto, se enfrentan al dominio del mal mediante la resistencia pasiva del sufrimiento: su aflicción pone límites al poder del mal; como María junto a Juan y las demás mujeres al pié de la Cruz: en un mundo plagado de crueldad, de cinismo o de connivencia provocada por el miedo, encontramos un pequeño grupo de personas que se mantienen fieles; no pueden cambiar la desgracia, pero compartiendo el sufrimiento se ponen del lado del condenado; y con su amor compartido se ponen del lado de Dios, que es amor.

Dichosos los que trabajan por la paz: "en nombre de Cristo, os pedimos que os reconciliéis con Dios" (2 Cor. 5 20). La enemistad con Dios es el punto de partida de toda corrupción del hombre; superarla es el presupuesto fundamental para la paz en el mundo. El empeño en estar en paz con Dios, es una parte esencial del propósito por alcanzar la paz en la Tierra. Cuando el hombre pierde la vista de Dios, fracasa la paz y predomina la violencia, con atrocidades antes impensables, como lo vemos hoy de manera sobradamente clara.

Bienaventurados los perseguidos por causa de la Justicia: la fe aparecerá siempre como algo que se contrapone al "mundo" -a los poderes dominantes en cada momento-, y por eso habrá persecución a causa de la Justicia en todos los periodos de la Historia.

Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Son personas con una sensibilidad interior que les permite oír y ver las señales sutiles que Dios envía al mundo y que así quebrantan la dictadura de lo acostumbrado. Edith Stein dijo en cierta ocasión que quien busca con sinceridad y apasionadamente la verdad está en el camino de Cristo. El pensamiento contemporáneo tiende a sostener que cada uno debe vivir su religión, o quizás también el ateísmo en que se encuentra. ¿Se salvará alguien y será reconocido por Dios como un hombre recto, porque ha respetado en conciencia el deber de la venganza sangrienta? ¿Porque se ha comprometido firmemente con y en la guerra santa? ¿O porque ha ofrecido en sacrificio determinados animales? ¿O porque ha respetado las abluciones y otras observancias rituales? ¿Porque ha convertido sus opiniones y deseos en norma de su conciencia y se ha erigido a sí mismo en el criterio a seguir? No, Dios pide lo contrario: exige mantener nuestro espíritu despierto para poder escuchar su hablarnos silencioso, que está en nosotros y nos rescata de la simple rutina conduciéndonos por el camino de la verdad; exige personas que tengan hambre y sed de justicia: ése es el camino que finaliza en Jesucristo.

Dichosos los limpios de corazón. A Dios se le puede ver con el corazón: la simple razón no basta. La voluntad debe ser pura y, ya antes, debe serlo también la base afectiva del alma, que indica a la razón y a la voluntad la dirección a seguir. El corazón ha de ser puro, profundamente abierto y libre, para poder ver a Dios. ¿Cómo se vuelve puro el ojo interior del hombre? Preguntando por Dios, buscando su rostro, esto es: la honradez, la sinceridad, la justicia con el prójimo; el contenido esencial del Decálogo. Poner el acento en la búsqueda de Dios y la justicia con el prójimo, más que en el mero conocimiento de la Revelación: de esta actitud se deriva la posibilidad de salvación del que la desconoce.

Veremos a Dios cuando entramos en los mismos sentimientos de Cristo. La purificación del corazón se produce al seguir a Cristo, al ser uno con Él. El ascenso a Dios se produce precisamente en el descenso del servicio humilde, en el descenso del amor, que es la esencia de Dios y, por tanto, la verdadera fuerza purificadora que capacita al hombre para percibir y ver a Dios. El amor es el fuego que purifica y une razón, voluntad y sentimiento: así entra el hombre en la morada de Dios y puede verlo.

El Reino de Dios se resume en una frase: El que quiera ganar su vida -simplemente gozar- la perderá; pero el que pierda su vida -rinda su voluntad a la de Dios- la ganará, será verdaderamente hombre.

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