Otra de las equivocaciones al presentar el Cristianismo a personas que se acercan a conocerlo, es empeñarse en hacerles un catálogo de cosas que deben evitar. Me explicaré con otro ejemplo.
Ahora nos tenemos que imaginar que nuestra alma es como un jardín: en esa tierra pueden crecer tanto las flores más bonitas como los cardos y malas hierbas.
Si nos dedicásemos exclusivamente a arrancar las malas hierbas y cortar los cardos, conseguiríamos un terreno limpio, pero no un jardín. Si cultivamos flores preciosas, pero no eliminamos las malas hierbas, el jardín no podrá lucir y éstas acabarán marchitando a aquéllas. El ideal es hacer ambas cosas: cultivar lo bonito y arrancar lo feo.
Así pasa en nuestra alma: si sólo nos limitamos a evitar los pecados y cumplir rutinariamente las normas, tendremos un alma limpia pero no hermosa. Por otra parte, pretender hacer obras buenas sin evitar el pecado sería un absurdo que nos llevaría a tener un alma aborrecible.
Quizá la táctica más acorde con el mensaje evangélico sea cultivar activamente las obras buenas y esforzarnos para eliminar las malas obras en cuanto aparezcan; pero teniendo muy claro que lo importante es lo primero. Dedicarse obsesivamente a luchar contra el pecado no tendría sentido si simultáneamente no cultivamos las obras buenas: tener un terreno limpio en el que no lucen ni el amor a Dios ni el amor al prójimo, podrá ser filantropía, pero en ningún caso será cristianismo.
Santa Teresa de Jesús lo explicaba en sus memorias: la lucha debe ponerse entre hacer el bien o hacer un bien mejor... el que así actúa ya tratará de rechazar el mal.
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