El objetivo último de un católico debe ser transmitir nuestra Fe, que es el mayor bien que tenemos y, por tanto, la mejor manera de cooperar al bien común.
Pero para transmitir la Fe no es necesario detentar el poder público: se puede hacer, como siempre se ha hecho, desde el callado ejemplo de nuestras vidas. Es más, el poder suele ser un flaco aliado de la Fe y la verdad... y está demasiado cerca de la tentación de corrupción, o por lo menos, del provecho personal.
Si no somos capaces de transmitir nuestra Fe sin el amparo del poder público, no la transmitiremos nunca: porque el objeto de la Fe no son las cuestiones públicas y materiales, sino el propio Dios y el amor al prójimo. Muy al contrario, la experiencia demuestra que el poder suele sofocar y corromper esa misma Fe que pretende defender.
Deberíamos, por tanto, preocuparnos más por transmitir nuestra Fe usando los medios comunes a nuestro alcance, que de criticar las posturas contrarias que puedan aparecer públicamente, en especial cuando provienen de formaciones políticas: podría confundirse nuestra evangelización con demagogia; y nuestra búsqueda del bien común, con la defensa de intereses privados, sean legítimos o no.
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