Confesar a un Padre que ama infinitamente a cada ser humano
implica descubrir que «con ello le confiere una dignidad
infinita». Confesar que el Hijo de Dios asumió nuestra carne
humana significa que cada persona humana ha sido elevada al corazón mismo de
Dios. Confesar que Jesús dio su sangre por nosotros nos impide conservar
alguna duda acerca del amor sin límites que ennoblece a todo ser humano.
Por esto, insiste el Papa, la mejor expresión del Evangelio, la mejor manifestación del amor a Dios, es el amor a los demás, sin discriminación alguna:
La Palabra de Dios enseña que en el hermano está la
permanente prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: «Lo
que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí»
(Mt 25,40). Lo que hagamos con los demás tiene una dimensión trascendente: «Con
la medida con que midáis, se os medirá» (Mt 7,2); y responde a la
misericordia divina con nosotros: «Sed compasivos como vuestro Padre es
compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis
condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará [...] Con la
medida con que midáis, se os medirá» (Lc 6,36- 38). Lo que expresan estos
textos es la absoluta prioridad de la «salida de sí hacia el hermano»
como uno de los dos mandamientos principales que fundan toda norma moral y como
el signo más claro para discernir acerca del camino de crecimiento espiritual
en respuesta a la donación absolutamente gratuita de Dios.
Sí, ya sé que esto ha formado parte de la enseñanza de la Iglesia desde los primeros tiempos; pero que bueno es que se nos recuerde de vez en cuando...
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