Quizá
lo que mejor definiría a Dios sería decir simplemente lo Él que hace, sin más adjetivos: Dios
ama. Dios es amor y hace lo que Él es: amar.
Por eso
es Uno y Trino: porque ama; y para amar tiene que ser Trinidad.
Por eso
crea, porque ama; porque su amor trinitario se desborda en las criaturas.
Y para
mejor hacer lo que Él es, ha creado un ser a su imagen y semejanza: al hombre. A
esta criatura no sólo la ama, sino que puede ser amado por ella. Esta es la gran diferencia con otras criaturas: el hombre no sólo puede ser amado, sino que es capaz de amar; y en esto radica su felicidad, en amar y sentirse amado.
Por
eso, decir que Dios ama a éste o aquél hombre por sus virtudes (que Él mismo le ha
concedido) no tiene sentido.
Dios
ama a todos, infinitamente, como sólo Él puede amar. Y a los que no le
corresponden, también los ama.
En
consecuencia, como somos seres capaces de amar y ser amados, creados a la
imagen y semejanza de Dios, nosotros también debemos amar a los demás,
independientemente de su conducta: incluso a los enemigos. De aquí deriva todo
el sermón de la montaña: amar a los enemigos y hacer el bien a los que nos
persiguen.
Pero
amar no es consentir. Precisamente por que amamos debemos buscar el bien -el
auténtico bien- del otro. Esta es exactamente la forma de amar de Dios: nos
marca la senda de nuestra felicidad, de nuestro bien, no para someternos a Él -como un tirano- sino porque sabe qué es lo mejor para nosotros -como un buen padre..
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