En el Nuevo Testamento es muy distinto; realmente es todo lo contrario: el rostro de Dios nos ha sido mostrado a todos los hombres. Y ver ese rostro, en vez de ocasionar nuestra muerte, puede lograr nuestra salvación. Esto es posible porque Dios ha querido tener un rostro auténticamente humano, nacido de mujer. Con su encarnación no solo nos ha redimido, sino que además nos ha proporcionado un rostro en el que ver a Dios.
Se dice que tuvieron mucha
suerte los que compartieron los días de Jesucristo y pudieron ver con
sus propios ojos el rostro de Cristo, de Dios. Pero la realidad es que desde entonces todos
podemos compartir ese privilegio: todo el que tenga Fe podrá ver el rostro de
Dios. ¿Cómo podemos verle?
Pues
cada vez que miramos con amor a alguien, vemos el rostro de Cristo. La beata
Teresa de Calcuta lo sabía muy bien y lo puso en práctica. Y cada vez que nos
dejamos amar por alguien, también podemos ver en quien nos ama el rostro de Cristo. Y si damos un
vaso de agua al hermano, su rostro se vuelve divino.
Y
todos los rostros serían divinos si, además de la caridad, practicásemos
también la justicia; si se sustituyese el egoísmo por la fraternidad, la
ambición por la generosidad, la revancha por el perdón...
Si
no vemos a Dios es por nuestra terquedad: basta con mirar con el corazón limpio para
verle muy de cerca.
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