Esta
es la única condición para ver el rostro de Dios: mirar con el corazón limpio.
Por
eso en un mundo absolutamente materializado, en el que se ve a los demás como
objeto de nuestra sensualidad u objetivo de nuestra codicia; en el que todas
las cosas creadas por Dios, en vez de revelárnoslo, nos reflejan únicamente
nuestros propios defectos: ambición, codicia, soberbia, lujuria; en un mundo
así es imposible ver a Dios.
Pero
si viésemos a los hermanos como objeto de nuestra caridad y los bienes
materiales como instrumentos para ejercerla, el rostro divino estaría
habitualmente desvelado y no nos costaría nada reconocerle.
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