¿En qué quedamos: tenemos que llorar como nos recomienda el
Señor o tenemos que alegrarnos, como nos dice san Pablo?
En el discurso de las Bienaventuranzas el Señor quiere
contraponer lo que el mundo considera como dicha (bienestar, placer, poder y fortuna)
con lo que realmente es importante y nos hará dichosos. El mundo desprecia el
llanto; pero éste puede ser dichosos en función a la causa que lo provoca: si
sufrimos por una causa superior, entonces debemos aceptarlo sin tristeza y con
el convencimiento de que a la larga seremos consolados.
Y esto mismo es lo que nos dice san Pablo: un cristiano que
espera en el Señor no puede estar triste, porque a pesar de que sus
circunstancias puedan ser desfavorables, sabe que tiene el mayor de los
tesoros: el amor de Dios. El apóstol viene a combatir esa errónea creencia de
que la virtud y el ascetismo son incompatibles con el buen humor. Nada más
equivocado: la fe, la esperanza y la caridad cristianas nos tienen que llevar a
la alegría, porque nos sabemos hijos de Dios.
Un cristiano triste es un triste cristiano; una virtud
triste nunca es virtud.
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