Otra aparente contradicción más: si tenemos que hacer las
obras buenas sólo de cara a Dios, sin que los demás se enteren, ¿cómo compaginarlo
con ir proclamándolo al mundo? En este caso la explicación es sencilla: esas
dos frases están en un contexto bien diferente.
Por una parte, se nos pide que cuando oremos o demos
limosna, lo hagamos para satisfacer a Dios, que quiere que nosotros acudamos a
Él para solicitar su ayuda, pero que también estemos nosotros dispuestos a
ayudar a los demás. Esta es la manera en la que habitualmente Dios envía su
ayuda a quien acude a Él: a través de los demás hombres, por esto, cuando nos
desentendemos de nuestros hermanos, estamos frustrando los planes de Dios. Pero
Él no quiere que nos apuntemos el mérito de nuestra ayuda, que a fin y al cabo
sólo podemos prestarla porque previamente la hemos recibido de Dios. Por esto
nos pide que el hermano no se entere de que le ayudamos, que no hagamos alarde
ni esperemos recompensa por nuestras buenas obras.
Pero, por otra parte, sí quiere que proclamemos al mundo las
misericordias de Dios con los hombres y la buena nueva de que Cristo quiso dar
su vida para que supiésemos cuánto nos ama. Y en esto no quiere que seamos
recatados en absoluto (¡Ay de mí si no evangelizara!, decía San Pablo 1Corintios 9, 16). En esto, quiere que demos
testimonio de cómo actúa Dios en nuestra vida, cuánto lo amamos y cuánto le
debemos. Cuando se trata de proclamar a Cristo, ya no importa que los demás
vean las buenas obras que Dios hace en nosotros, porque no es para vanagloriarnos
de ellas, sino para mayor gloria de Dios. Y, si fuese necesario, tendríamos que
vencer nuestra vergüenza para manifestar nuestros sentimientos hacia Cristo.
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