Se trata de otra de las compatibilidades
entre dos extremos, que tan frecuentemente vemos en el Cristianismo.
Por una parte, el pecado –ofensa a Dios-
es algo tan grave que exigió toda la sangre de Cristo para lavarlo. Esto es
comprensible, si vemos la infinita distancia que hay entre el Ofendido y el
ofensor; y el inmenso desprecio de la bondad de Dios que supone el ofenderle.
Por otra parte, todo pecado se nos
perdona por el mero hecho de arrepentirnos y tener sincero propósito de
enmienda, aunque es seguro que volveremos a caer.
¿Cómo se compatibiliza que algo tan caro
se pueda comprar tan barato?
Si pudiésemos entender a Dios como
entendemos a los hombres, entonces ya no sería Dios. Este es uno de los muchos
misterios que seguramente comprenderemos cuando le conozcamos mucho mejor allá
en el Cielo. Mientras tanto, nos tendremos que conformar con el ejemplo evangélico del Señor: cómo compagina su propia crucifixión, con el “perdónalos porque no saben lo que se hacen”.
Quizá el catalizador de estas dos
realidades sea el amor del Dios-hombre por nosotros: ¡Basta un simple
arrepentimiento nuestro, porque Cristo ya nos compró el perdón con su infinito amor,
demostrado en la Pasión!
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