La conversión al Cristianismo no
consiste en un mejoramiento de nuestra actitud, sino en un cambio radical de la
misma. Por esto, puede ocurrir que una persona que ha decidido firmemente dar
este paso, continúe con sus defectos anteriores hasta que poco a poco los vaya
superando. No se trataría de un fracaso de su decisión, sino consecuencia
lógica de que una cosa es la determinación del hombre y otra sus posibilidades
de llevarla a cabo. Por esto, deberíamos abstenernos de juzgar a los demás.
Quizá haya personas buenas, que tratan por todos los medios de servir a Dios y
a los demás; pero cuyas pasiones les siguen arrastrando a los mismos errores
que pretenden superar. Y puede haber personas perversas cuyo único dios es su
propio provecho, que respetan a los demás como una estrategia para no ser
molestados ellos mismos. Dios juzgará al final a unos y a otros; lo único que
debe importarnos es en qué grupo nos encontramos nosotros y qué vamos a hacer
por mejorar nosotros mismos.
Pero lo que quiero decir es que la decisión de seguir el
camino a la perfección cristiana –la santidad- no es una evolución paulatina
mediante la que vamos mejorando, sino una transformación esencial: pasamos de
ser el centro de nuestra propia vida a ser parte de la vida de Dios y, en
consecuencia, de la vida de los demás. Se trata de pasar de amarnos a amar. Y
la definición de amar es suficientemente clarificadora a este respecto: Amar es buscar como único bien propio el
bien ajeno.
No es
un proceso paulatino, es una determinación fundamental que cambia nuestra vida…;
y merece la pena.
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