De algún modo, el drama de la vida espiritual se parece al cuento de
Pinocho. Dios está empeñado en que dejemos de ser juguetes de madera y tengamos
auténtica vida en nosotros mismos: que trascendamos lo material y alcancemos la
plenitud de lo espiritual. Pero nosotros, con nuestras cortas miras materiales,
preferimos quedarnos en lo seguro, en lo que conocemos. Cuando se nos habla de
prescindir de nuestra dura madera de juguetes para sustituirla por algo tan
blando y frágil como la carne humana, nos asustamos. Lo rechazamos porque nos
parece que es perder algo de lo que tenemos para convertirnos en otro ser
distinto. En nuestra condición de marionetas, ni siquiera podemos imaginarnos
la infinita diferencia que existe entre ser un juguete inanimado y ser una
persona libre, dueña de sus actos, capaz de decidir y, por tanto, de amar; y de
ser amado.
Pues algo similar ocurre con la vida espiritual en Dios: ni ojo vio ni oído oyó lo que Dios tiene reservado para los que le
aman… (1cor 2, 9) Con nuestra rudimentaria
mente humana no podemos ni imaginar qué pueda ser una vida espiritual
conociendo y compartiendo la vida de Dios.
Pero aquellos a los que les ha sido dado atisbar un poco esa vida, han
quedado transformados y ya no se conforman con menos: vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no
muero… (Sta. Teresa de Jesús).
Y también se parece el drama de la vida espiritual al cuento de Pinocho,
porque éste cuando alcanzó su libertad de ser humano, la aprovechó para
extraviarse y zafarse de su “conciencia” (Pepito Grillo). Pero es un drama con
final feliz porque termina volviendo a su padre Geppeto…
¿Seremos nosotros menos que Pinocho?
No hay comentarios:
Publicar un comentario