Los primeros fueron los emperadores
romanos, que pretendieron acabar con el Cristianismo por el sencillo método de
acabar con todos los cristianos: pero lo único que consiguieron fue esparcirlo
por los cuatro costados del Imperio. Los mártires de las persecuciones fueron
las mejores semillas para su fructificación.
Después, cuando el Cristianismo fue
reconocido oficialmente, se pensó que llegaba a su fin debido al adocenamiento
y corrupción de sus costumbres; o por las divisiones internas que producían las
constantes herejías y escisiones que hubo. Pero el Cristianismo superó todo eso
y siguió perviviendo a través de los siglos, aunque, por desgracia, nos
encontremos divididos en tres grandes grupos: católicos, ortodoxos y
protestantes; divisiones debidas al propio egoísmo y soberbia de los
cristianos. Pero todos seguimos predicando al mismo Cristo, Hijo de Dios
encarnado, que vino a redimirnos con su Pasión y muerte.
Y si ni siquiera los cristianos hemos
sido capaces de acabar con el Cristianismo, es señal certera de que esta obra
es de Dios.
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