Recientemente se ha publicado un documento vaticano sobre el sentido pastoral de las bendiciones: la declaración Fiducia Supplicans (confianza suplicante). En concreto, el documento viene a clarificar la cuestión sobre las bendiciones de personas que conviven en situación irregular [en pecado, dirían los técnicos] pero que quieren seguir practicando la religión católica.
El documento explica el concepto y alcance de las
bendiciones. Afirma que cualquier elemento de la Creación puede ser bendecido,
desde las personas hasta las cosas o lugares, incluso las actividades. El
objetivo de las bendiciones es alabar a Dios, pedir sus beneficios y ayudas y
alejar al mundo del poder del maligno.
La bendición más antigua se encuentra en el Libro de los Números: «Así bendecirán los israelitas a sus hijos: que el Señor te bendiga y te proteja, te ilumine con su rostro y te conceda su gracia, te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6, 24-26). En la tradición bíblica, los cabeza de familia bendicen a sus hijos con ocasión de los matrimonios, antes de emprender un viaje o en la cercanía de la muerte. Jesús bendice en varias ocasiones; por ejemplo, bendice a los niños: «Y tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos» (Mc 10, 16).
En la tradición cristiana, la bendición expresa el abrazo
misericordioso de Dios y la maternidad de la Iglesia que invita al fiel a tener
los mismos sentimientos de Dios hacia sus propios hermanos y hermanas. Buscar
la bendición en la Iglesia es admitir que la vida eclesial brota de las
entrañas de la misericordia de Dios y nos ayuda a seguir adelante, a vivir
mejor, a responder a la voluntad del Señor. Es muestra de que depositamos la
confianza del corazón fuera de nosotros mismos: en la infinita misericordia de
un Dios que ama sin límites.
Pero hay que distinguir las bendiciones de los Sacramentos (fuente de la gracia): ya que aquellas encuentran su lugar propio fuera de la celebración de la Eucaristía y de los otros sacramentos, que requieren condiciones concretas para ser recibidos. Por esto, cuando las personas invocan una bendición no se las debería someter a un análisis moral exhaustivo como condición previa para poderla conferirla. La bendición, al contrario que la comunión en la Eucaristía, no requiere una perfección moral previa: el estado de gracia.
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