El Cristianismo no es una moral; y ni
siquiera la moral es lo principal de la Fe cristiana. Pero esto no significa
que la moral sea algo prescindible.
La moral es lo que regula las relaciones
del hombre con Dios, preserva la auténtica naturaleza humana y regula las
relaciones entre los hombre. Son las tres dimensiones fundamentales de la vida
terrestre del hombre. Por supuesto, en la otra vida ya no habrá ni Fe ni
Esperanza ni moral: sólo Caridad.
El hombre moderno, que se considera
liberado de todo límite -incluso los límites que le pueda imponer su propia
naturaleza-, sólo reconoce la tercera dimensión de la moral: la que regula las
relaciones entre los hombres. Y esto no por altruismo, sino por la imperiosa
necesidad de establecer normas que me protejan de los abusos ajenos: sin un
reglamento de conducta, los demás podrían hacerme a mí lo que quisieran.
El hombre actual no admite una moral que
le imponga una conducta concreta hacia su Creador o para consigo mismo, ya que
eso sería un límite inconcebible a su libertad: que el Creador me proporcione
la existencia y los medios para disfrutarla, pero que me permita hacerlo
incluso en contra de la propia naturaleza que ha creado. Si Dios es amor, ¿cómo
no va a consentírmelo todo? Si no hago mal a nadie, todo me está permitido.
Y Dios, efectivamente, todo lo consiente
–a veces nos quejamos precisamente de esto, de que consiente demasiado “a los
demás” en nuestro perjuicio-; pero eso no significa que nuestra conducta
consentida no provoque males a nosotros y a os demás. Si el hombre se olvida de
quién es y para qué fue creado, o si el hombre se aleja de la conducta propia
de su naturaleza, entonces acabará haciendo mal a los demás, porque tampoco
podrá cumplir con la dimensión social de la moral, la única que en principio
admite. Y esto es así, porque si fomentamos nuestra vanidad, nuestra codicia,
nuestra avaricia, nuestra lujuria o nuestra ira, entonces ¿cómo vamos a poder
cumplir el reglamento social que sí nos hemos impuesto? Hemos diseñado
sociedades perfectas; pero consentimos que cada uno de los individuos que las
formas sean todo lo imperfectos que quieran; y, claro, así no hay forma de
alcanzar la perfección colectiva.
Un ejemplo podría ser nuestro modelo
democrático. En teoría es perfecto: el gobierno del pueblo para el pueblo,
ejercido por quienes el pueblo elige y según el programa que éstos han
propuesto. Pero en la práctica ha resultado tan tiránico como cualquiera de los
sátrapas de regímenes absolutistas. ¿Por qué? Pues porque no nos hemos
preocupado de que los hombres que ejercen el poder se preocupen primero de ser
ellos mismos lo más perfectos posibles; y porque los electores no elijen lo
mejor para la comunidad, sino lo que ellos mismos más interesa.
La moralidad privada del individuo es tan
importante como la pública, porque sin individuos buenos no habrá sociedades
buenas (por muy bien diseñadas que estén). Como dice C S Lewis, “nada, salvo el valor y la generosidad de los
individuos, conseguirá que ningún sistema funcione correctamente”.
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