Habitualmente no es la razón la que pone
en duda la Fe que hemos adquirido, sino nuestros sentimientos. Aparentemente, vivimos,
nos comportamos y organizamos nuestra vida en función de nuestra Fe. Pero llega
un momento en el que esa vida se tambalea por un hecho extraordinario, una
desgracia, una enfermedad, un revés de la fortuna; en definitiva, un
sentimiento profundo de que nuestra vida ya no sigue su curso ordinario. Y
entonces nos dejamos llevar por ese sentimiento y empezamos a poner en duda
todo aquello en lo que creíamos. Pero no porque tengamos pruebas nuevas o
hayamos llegado a sesudas conclusiones, sino simplemente porque ya no nos
sentimos “confortables” con nuestra
creencia.
En otras ocasiones, es el simple
transcurrir de la vida con la Fe como “ruido”
de fondo, pero sin practicarla en nuestro corazón, lo que hará que aflore ese
sentimiento que va poco a poco disociando nuestros actos de nuestras creencias,
hasta que llegamos a ignorarlas del todo.
“Ha
perdido la Fe”, suele ser el diagnóstico habitual
en ambos casos. Pero la Fe no se puede perder como si fuese un objeto olvidado.
La realidad es que llega a estorbarnos al encontrarla contraria a nuestros
nuevos sentimientos o forma de vida; y entonces la rechazamos, la expulsamos de
nuestra vida.
La Fe no se pierde, sino que se duerme o
se muere por falta de actividad; y la razón tiene muy poco que ver con este
cambio…
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