Entendemos por moral pública la moral
colectiva de la sociedad que la guía hacia su fin natural; es decir, aquella
que permite a la sociedad alcanzar sus fines. Decíamos en la última entrada que
sin individuos buenos no se pueden tener sociedades buenas, por muy bien
diseñadas que estén… Pues sin una moral pública lo que no puede hacerse es
diseñar bien la sociedad, establecer sus fines correctos y el modo de
alcanzarlos. ¿De qué les sirvió a los nazis la disciplina y abnegación de sus
soldados y ciudadanos (que en sí mismas son virtudes apreciables), si los fines
perseguidos les llevaban a la autodestrucción?
La moral pública, esa parte de la Ley
Natural que afecta al hombre como individuo social, es tan necesaria como la
privada: si se desconoce el destino del hombre, difícilmente se le puede llevar
a buen puerto, por muy bueno que sea el barco y a pesar de la pericia de los
marineros.
El Cristianismo tiene muchas y buenas
ideas sobre esa moral pública; y, de hecho, son las ideas cristianas las que
construyeron Occidente hasta nuestros días (por mucho que hoy se quiera
ocultar).
Y yo creo que esas ideas en su esencia
siguen siendo válidas. Es absurdo rechazarlas de plano simplemente porque
provienen del ámbito de las creencias: deben analizarse; y, si son válidas,
aplicarlas.
Pero quede claro que el Cristianismo no
es un modelo político, por lo que serán los cristianos los que propongan y
apliquen las medidas concretas que en cada circunstancia les parezcan más
convenientes. Por lo tanto, ni ningún cristiano puede pretender monopolizar la
“política cristiana”, ni existe un “partido cristiano”; lo más que puede
existir son partidos de inspiración cristiana, diversos e incluso con
soluciones opuestas para un mismo problema
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