El mayor ejemplo evangélico de contradicción (perfección de los extremos) lo tenemos en
el propio Cristo: no fue medio Dios y medio hombre; sino plenamente Dios y
plenamente hombre.
Es decir, que si un Dios Uno y Trino no era ya bastante lío,
se nos revela que una de las personas que conforman la naturaleza divina es a
la vez Dios y hombre: es creador y criatura.
Y esto ni siquiera la imaginación puede describirlo. Sólo el
amor -la misma naturaleza divina- puede arrojar algo de luz sobre la cuestión:
Dios crea por la fecundidad de su amor y acaba amando a aquello que ha creado.
Y esto es lo razonable: si amar es la determinación de la voluntad de buscar
como único bien propio el bien ajeno, ¿no es lógico que Dios ame y busque el
bien de aquello que creó por amor? Y si la criatura ofende a Dios, ¿no es
lógico que uno de los amantes trate de reparar esa ofensa? Y qué mejor forma de
reparar que hacerse uno con aquello que se ama. Y éste es Jesucristo, una sola
persona divina con las dos naturalezas: la del amante y la del amado.
Mi amor no me da para más explicación.
Y este Jesucristo, Dios y
hombre, es quien mejor nos puede revelar el misterio de nuestra naturaleza humana, el sentido de nuestra existencia. Lo encontramos en el
Evangelio: la buena nueva.
Repasemos en las siguientes entradas las aparentes contradicciones de su maravilloso mensaje.
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