Jesucristo, al transmitirnos su mensaje, conservó hasta la última tilde de la Ley antigua; pero
arrasó con todos los añadidos que algunos hombres habían echado sobre los
hombros de otros hombres. De la ley deja aquello que nos libera, que nos hace
más hombres: el amor a Dios y al prójimo; y elimina lo que nos esclaviza, el
legalismo reglamentario (613 preceptos tenían los judíos de aquella época) mediante
el cual lo importante era cumplir el precepto, no el por qué se cumplía ni la
actitud con la que se cumplía. Cristo fue indudablemente un revolucionario,
como lo debe ser todo cristiano: pero su revolución consistió en dejarlo todo
igual, en volver a los orígenes. Por eso le crucificaron, porque revolucionaba
las falsas estructuras entonces establecidas, sin modificar los cimientos: eliminó
las super-estructuras que los hombres habíamos construido, para que pudiésemos contemplar claramente su mensaje.
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