miércoles, 12 de marzo de 2008

Nuestra lucha es contra el mal

Nos recuerda Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret las palabras de San Pablo a los cristianos de Éfeso: .....porque no es nuestra lucha contra la sangre o la carne, sino contra los principados, las potestades, las dominaciones de este mundo de tinieblas, y contra los espíritus malignos... (Efesios 6, 11-12). Esta frase tienen plena aplicación actual: los niveles de corrupción de la sociedad actual no son debidos a los simples errores o pasiones humanas. El alcance territorial y la intensidad de las aberraciones que hoy se plantean con toda normalidad, incluso contradiciendo las más elementales razones sociales, ponen de manifiesto que todo se debe a un plan perfectamente organizado por el maligno, que utiliza además las debilidades y pasiones humanas para acelerar y magnificar su efecto.

Por ejemplo, ¿cómo una mente racional puede encontrar lógico que una niña de 17 años no pueda ni siquiera comprar tabaco; pero que pueda consentir relaciones sexuales plenas con adultos o abortar desde los 12 años sin consentimiento paterno? ¿Cómo el mismo legislador que cierra los ojos ante las torturas a que se someten a los fetos durante los abortos, puede aprobar una Ley que proteja a los animales de los malos tratos en sus traslados? ¿Qué sociólogo fomenta las uniones homosexuales en una sociedad envejecida por la falta de natalidad? Ante la destrucción de la sociedad actual por falta de fidelidad matrimonial, ¿qué ciudadano recomendaría como solución el divorcio rápido? Y lo que es más extraño: las personas que no están directamente involucradas en esta situaciones, ¿cómo no denuncian estas estulticias sociales?

La propia irracionalidad de muchos de los males que actualmente acosan a la sociedad occidental, la rapidez con que se han extendido estas absurdas propuestas, y el silencio con el que son recibidas por personas supuestamente sensatas, manifiestan a las claras que responde al plan preconcebido por quien quiere destruir la naturaleza humana como forma de destruir la creación de Dios; y utiliza como primer arma la mentira, que queda encubierta por el interés de quien satisface en ella sus pasiones o fomenta su soberbia.

Porque muchos de los actuales planteamientos insensatos se han basado en mentiras que no tienen ningún apoyo ni sociológico ni científico; pero que nadie quiere desmentir; o no se atreven a hacerlo por temor a ser tachados de retrógrados, es decir por la soberbia de no perder su prestigio.


A menudo nos empeñamos en atacar a las personas que lideran estas posturas, o pensamos que cambiándolas mejorarán las cosas; pero el problema no son ellos (pobres tontos equivocados), sino en el mal que subyace y alienta esas insensateces... y subyace también en personas que sin defenderlas abiertamente, se han dejado atraer por la misma pasión o la misma soberbia; personas que nos parecen mejores o tienen actuaciones acertadas en otros campos, pero que en el fondo ya están infiltradas con ese mal.

No quiero, no puedo, ponerme pesimista, ya que me consta que el Bien triunfó sobre el mal definitivamente cuando Cristo resucitó. Simplemente quiero poner de manifiesto que nuestra lucha debe centrarse en ser nosotros mejores, en hacer mejores a los demás, en rechazar ese mal pequeño, que parece no tener relevancia, como modo de frenar el mal que nos parece enorme.


No basta con resistir pasivamente al mal, tenemos que ahogarlo con nuestro bien.

Y recemos para que Dios se decida a rectificar el rumbo de la humanidad, en vez de esperar a que nos despeñemos por el precipicio al que nos dirigimos a buen paso.

miércoles, 5 de marzo de 2008

¿Derechos de los católicos?

Otra confusión habitual con respecto al cristianismo y la vida pública es el ejercicio de nuestros derechos. Por supuesto que todo hombre -cualquiera que sea su Fe- puede reclamar sus derechos: ¡por eso son derechos!

Pero cuando un católico se adentra en la vida pública, o un particular participa en la vida social, lo hace -como ya hemos dicho- por vocación de servicio al bien común y a los demás. Entonces, por su propio peso se desprende que ya no podrá ejercer todos sus derechos, sino que cederá algunos para beneficio de los demás; y asumirá obligaciones que no le son en sí mismas exigibles, pero que facilitan su labor. En esto consiste nuestro un auténtico servicio público basado en la caridad.

Porque, si los católicos nos rigiésemos por el mismo código de derechos y obligaciones que los demás, ¿en qué nos distinguiríamos? ¿Acaso es éste el espíritu de las bienaventuranzas o el sermón de la montaña? Y mucho menos: ¿podemos usar el nombre de católicos para exigir derechos o rechazar obligaciones?


Por supuesto, esto es tan aplicable al católico particular como a la Iglesia como institución.

Civilmente tenemos los mismos derechos y obligaciones que los demás; pero nuestra Fe nos impone muchas más obligaciones sociales y nos restringe alguno de nuestros derechos.

Esta es la vocación del cristiano.