domingo, 22 de marzo de 2009

Nadar y guardar la ropa

No se puede servir a dos señores, esto está claro; y nadie que tenga un mínimo de coherencia personal pretenderá poner velas a Dios y al diablo. Pero lo que ya no tenemos todos tan claro es que tampoco se puede "nadar y guardar la ropa". Es decir, pretendemos servir sólo a Dios; pero no queremos arriesgar nada de lo que en teoría habíamos puesto a su servicio. Por supuesto, nunca iríamos en contra de Dios; pero sí admitimos pecar de omisión si el servicio a Dios nos puede traer algún perjuicio..., aunque sólo sea arriesgarnos a que nos ridiculicen. Y esto sin mencionar a aquellos que no sólo quieren guardar la ropa, sino incluso sacar algún provecho de su aparente servicio a Dios, que también los hay.

Entre unos y otros, hacemos posible que un colectivo tan numeroso como los católicos -y con una magnífica moral social-, tengan una influencia casi nula en occidente y más en concreto en España.

Como el pecado lleva la penitencia, muy frecuentemente esta desconfianza en la Providencia nos lleva a no "nadar" a gusto y, además, arriesgar "la ropa" que pretendemos guardar. Hablando claro, ni somos buenos cristianos ni gozamos de los privilegios sociales de los descreídos (los hijos de las tinieblas son más listos que los hijos de la luz). Además, nuestro Padre, al observar nuestra desconfianza, acaba dejándonos a nuestra suerte...; y al final nos quedamos sin el apoyo de Dios y con el desprecio del mundo.

Y es que no nos entra en la cabeza que este mundo, en el fondo, admira a los que tienen convicciones firmes y en su vida son coherentes con ellas; pero desprecia a los que sólo mantienen esas convicciones en teoría, pero en la práctica las aparcan para que no les estorben. El mensaje evangélico con toda su crudeza despierta admiración; y verlo hecho vida en alguien, mucho más...; y así lo difundieron los apóstoles desde el comienzo. Pero nuestra mediocridad y nuestra falta de confianza en Dios, termina alejando a tantos que, de otro modo, se hubiesen sentidos atraídos por el mensaje divino.

¡Preocupémonos de "nadar mar adentro", que ya se encargará el Señor de guardarnos la ropa"

jueves, 19 de marzo de 2009

El infierno y la confesión

Se pone en duda la existencia del infierno, incluso del purgatorio, porque se piensa que su mención disuadiría a aquellos que pudieran acercarse a nuestra Fe. Es este un planteamiento erróneo: nuestro Señor no dudó en hablar del infierno -llanto y crujir de dientes; la gehena del fuego inextinguible- a aquellos que se acercaban a escucharle. Y no voy a ser yo quien le enmiende la plana.

El infierno existe, entre otras cosas, porque es una consecuencia de la libertad humana: debe haber un lugar al que puedan ir aquellos que, en uso de su libertad, decidan rechazar a Dios. Si el hombre es libre, el amor es la manifestación por antonomasia de esa libertad: no se puede obligar a amar a nadie; y el que no quiera amar a Dios, tendrá que tener un sitio bien alejado de Dios. El primer inquilino del infierno es Lucifer, que se negó a amar a Dios (quizá porque se creyó superior a Él). Pero puede haber muchos más: todos aquellos soberbios que rechacen a Dios porque prefieren amarse sólo a sí mismos.

Y no sólo hay que hablar de la mera existencia del infierno, sino que hay que informar de que es un lugar de horror en el que no es posible ni amar ni ser amado: en donde el egoísmo que nos consumió en vida, nos seguirá consumiendo toda la eternidad. Los pastores no tienen derecho a ocultar esta realidad, a negarla o a mostrárnosla con paños calientes. Hay que hablar con toda crudeza -aún a riesgo de parecer medievales-, a ver si lo que no consigue el amor de Dios lo consigue la amenaza del castigo cierto; el miedo a quedar separado eternamente de Él.

Sin necesidad de llegar al castigo eterno, también hay que hablar del purgatorio: el estado en el que sufrimos una angustia inmensa por darnos cuenta de manera evidente que hemos desperdiciado nuestro paso por la Tierra, y que hemos dado la espalda a quien sólo pretendía amarnos.

Y los Pastores tienen obligación de hablar de todo esto -que puede parecer muy catastrófico-, porque la solución está al alcance de cualquiera. Lo que ocurre es que de la solución tampoco se habla: la Confesión sacramental. Es también infame que nuestros pastores nos oculten esta otra realidad, porque el que sólo pretendía amarnos y nos pide amor, estableció la vía de reconciliación más sencilla y asombrosa que existe: simplemente tenemos que reconocer nuestra culpa ante Jesús-sacerdote y quedamos perdonados. ¡Ya quisiéramos que la justicia humana nos absolviese cuando reconociésemos nuestra culpa!; ó que el Banco nos perdonase la deuda ¡cuando reconocemos que les debemos un dinero que no podemos pagar!

Pues parece que a muchos esta maravilla de amor y de perdón no les parece suficientemente buena como para difundirla; y, claro, si no hablan del perdón, tampoco pueden hablar del castigo, que suena desproporcionado. Piensan que es mejor ocultar todo, esconder las maravillas divinas a los hombres y dejar que se las compongan como puedan. ¡Y se llaman progresistas! Lo que sí es una barbaridad es ocultar ambas realidades y dejar al hombre a su suerte, y cerrándole el camino de vuelta.

Además, lo único desproporcionado es el Cielo, esa maravilla de amor a la que no tenemos ningún derecho y que nos fue conquistada por Cristo con su muerte. El infierno y el purgatorio no serán castigos desproporcionados, porque ni siquiera serán castigos, sino diagnósticos: ante la Verdad divina y la realidad de nuestra vida, sufriremos la angustia derivada de nuestro egoísmo y nuestras estupideces; y en ella permaneceremos temporal o eternamente.

¡No!, los Pastores no tienen derecho a esconder estas realidades.

lunes, 16 de marzo de 2009

La Cuaresma: éxodo antes de la Tierra Prometida

Podríamos decir que la primera "cuaresma" de la Historia no fueron los cuarenta días del Señor en el desierto, sino los cuarenta años del pueblo de Israel en el desierto.

La salida de Egipto supuso para el pueblo de Israel la libertad y el comienzo de su marcha hacia la Tierra Prometida. Pero toda meta requiere su esfuerzo. Para conseguir la libertad tuvieron que abandonar la seguridad y las comodidades de que disfrutaban en Egipto; y comenzar un largo peregrinaje en condiciones peores de las que tenían en Egipto, a pesar de la servidumbre a la que estaban sometidos.

Por esto, pasada la euforia del primer momento, ese mismo pueblo liberado le reprocha a Moisés su liberación: ¿Quién nos hubiera dado morir a manos del Señor en el país de Egipto, cuando nos sentábamos junto a la olla de carne y comíamos pan hasta saciarnos? (Ex 16, 3); ¿porqué nos has sacad de Egipto para dejarnos morir de sed...? (Ex 17, 3). Esta primera "cuaresma" de años fue una dolorosa peregrinación llena de caídas cada vez que la fe les flaqueaba y, olvidando la promesa, sólo veían las dificultades del momento.

Pudiera ser que nuestras cuaresmas fuesen iguales: que pensásemos sólo en lo difícil del camino (ayuno, oración y limosna), sin tener en cuenta que nos espera el premio final: la Pascua. Incluso, que no sólo nos ocurriese en cuaresma, sino con toda nuestra vida: pasamos quejándonos por lo dura que es la vida del cristiano, en vez de vivir alegres pensando en la resurrección final.

Escarmentemos en cabeza ajena y tengamos presente durante nuestra cuaresma -y toda nuestra vida- que al final de la peregrinación está la Resurrección, que al final de nuestra vida nos espera el Amor.