miércoles, 27 de febrero de 2008

¿Gobierno u oposición?

Otra consecuencia de la vocación hacia el bien común de todo cristiano, especialmente plasmada en aquellos que se dedican a la vida pública, es que el católico no puede seguir la táctica habitual de confrontación y división del contrario. La búsqueda del bien común nos llevará a admitir lo bueno que haya en cada propuesta, la formule quien la formule; y a rectificar los errores propios cuando se pone de manifiesto que nuestra propuesta no es la mejor.

Pero claro, para poder seguir esta táctica nueva, no podemos depender de los intereses de partido; no podemos supeditar nuestros principios a la continuidad en el servicio público, ni al beneplácito de la opinión pública. Es decir, de nada sirve mantener el gobierno a toda costa como plataforma para hacer el bien común, si para ello nos vemos obligados a forzar nuestras propias convicciones o acallarlas, en definitiva, a soslayar el bien común. En estas condiciones, el poder o la influencia política de nadas sirven para la transmisión de nuestras propuestas sociales.

El que accede a la política como servicio tiene que estar dispuesto a hacerlo desde la oposición, modelando y encauzando las propuestas y actuaciones de aquellos que ejer­cen el gobierno: una oposición leal, pensando más en servir a la población con nuestras ini­ciativas y críticas que en derribar al gobierno para sustituirlo. Parece utópico, pero sería un camino mucho más rápido, honesto y democrático de alcanzar dicho gobierno: que la defensa honrada de planteamientos y valores sociales y democráticos lleve a que el pueblo deposite su confianza en políticos tan despegados de sus intereses.

Se produciría la paradoja habitual: buscar antes el bien común que el poder es la mejor manera de que la sociedad deposite en nosotros su confianza; y así alcanzar el gobierno desde el que ponerlo en práctica.

domingo, 24 de febrero de 2008

Política y Fe

El objetivo último de un católico debe ser transmitir nuestra Fe, que es el ma­yor bien que tenemos y, por tanto, la mejor manera de cooperar al bien común.

Pero para transmitir la Fe no es necesario detentar el poder público: se puede hacer, como siempre se ha hecho, desde el callado ejemplo de nuestras vidas. Es más, el poder suele ser un flaco aliado de la Fe y la verdad... y está demasiado cerca de la tentación de corrupción, o por lo menos, del provecho personal.

Si no somos capaces de transmitir nuestra Fe sin el amparo del poder público, no la transmi­tiremos nunca: porque el objeto de la Fe no son las cuestiones públicas y materiales, sino el propio Dios y el amor al prójimo. Muy al contrario, la experiencia demuestra que el poder suele sofocar y corromper esa misma Fe que pretende defender.

Deberíamos, por tanto, preocuparnos más por transmitir nuestra Fe usando los medios comunes a nuestro alcance, que de criticar las posturas contrarias que puedan aparecer públicamente, en especial cuando provienen de formaciones políticas: podría confun­dirse nuestra evangelización con demagogia; y nuestra búsqueda del bien común, con la defensa de intereses privados, sean legítimos o no.

lunes, 18 de febrero de 2008

¿Rezar o gritar?

Hay quien asegura que la única esperanza de nuestra civilización ante la presente crisis es que los católicos triunfen al construir la sociedad de acuerdo con el plan de Dios, de acuerdo con la propia naturaleza social del hombre, empezando por rescatar la familia, su célula básica. Pero nuestro éxito dependerá más de nuestra propia vida interior, de nuestro amor personal a Dios, que de nuestra organización política.

Por esto, la actuación del católico en la política tiene que buscar más el servicio de la verdad que a la imposición de un programa concreto; la transmisión de valores, que el ámplio consenso. Nuestros escritos, nuestras manifestaciones públicas, las hacemos para sacar del error al ciudadano, tantas veces engañado por quien sólo tiene intereses partidistas. Por supuesto, podemos pro­poner soluciones técnicamente ingeniosas y convincentes, dentro del amplio márgen que la actuación pública y el bien común proporcionan; podemos dedicarnos a la organización; pero entonces no estaremos construyendo la sociedad cristiana y no podremos contar con la ayuda del Único que puede ayudarnos.

Si, además, nos limitamos a criticar al gobierno de turno -con o sin razón- con el único objetivo de derribarle o enajenarle el voto, entonces se confundirán nuestras propuestas sociales con objetivos menos nobles; y, sin darnos cuenta, podríamos estar de­fendiendo intereses incluso innobles de quien se sube a nuestro carro con el único afán de sacar provecho.

Más nos valdría, si queremos tener éxito, actuar en política más por amor al prójimo que por odio al contrario: veríamos que es bastante más efectiva una cadena de oración (que derramará sus gracias sobre ambas partes), que una manifestación callejera millonaria; y, además, ¡la oración nunca enfadará al contrario!


Nuestro único grito debería ser: ¡más oración y menos manifestación!

domingo, 17 de febrero de 2008

La política al servicio de la verdad

Hablábamos en la anterior entrada sobre la necesaria coherencia de los católicos en su actuación política; que tiene que ser una vocación de servicio al bien común.

Pues bien, quizá la primera clave nos la da Benedicto XVI en el discurso que no le dejaron pronunciar los liberales y tolerantes (que son los primeros en imponer censuras y decidir qué es lo que se puede tolerar) en la universidad La Sapienza: el primer servicio es hacer política en base a la verdad.

La actuación del católico no puede limitarse a la lucha por conse­guir mayorías aritméticas, sino que debe desarrollar un "procedimiento argumental sensible a la verdad". Pero, con frecuencia, la sensibilidad a la verdad cede ante la sensi­bilidad de los intereses partidistas o la conveniencia de dar la razón al público, para conseguir su voto. Por esto mismo, sería interesante escuchar otras instancias distintas de aquellas que, como los partidos políticos, tienen intereses concretos en la determina­ción de qué es la verdad. Por esto es especialmente necesario el servicio de aquellos que acceden a la vida pública para servir al bien común en vez de hacerlo para servirse de ella: sus opiniones resultan más fiables. También por esto es más infame el ataque a la Iglesia cuando expresa sus opiniones morales y su ética social, ya que lo hace bastante más independientemente que aquellos agentes sociales que persiguen un interés propio.

No obstante, tenemos que reconocer que el ejemplo de tantos que se dicen católicos no es precisamente el que acabamos de exponer; y que también se ha podido confundir, en algunas desafortunadas ocasiones, la defensa del bien común con la defensa de los legíti­mos derechos de la Iglesia; que los tiene, pero que deben ceder siempre ante el bien común.

Hasta que no haya un ejemplo claro de anteposición del bien común al personal en la actuación de los políticos católicos, nuestra influencia en la vida pública será nula o negativa.