El proceso de secularización tiende a reducir la fe y la
Iglesia al ámbito de lo privado y de lo íntimo.
Además, al negar toda trascendencia, ha producido una creciente deformación
ética, un debilitamiento del sentido del pecado personal y social y un
progresivo aumento del relativismo, que ocasionan una desorientación
generalizada, especialmente en la etapa de la adolescencia y la juventud, tan
vulnerable a los cambios.
Quizá en parte es culpa de los cristianos, que no hemos sabido distinguir en nuestra enseñanza lo que son normas "internas" para los creyentes, de lo que son normas "universales" para todo ciudadano:
Pero nos cuesta mostrar que, cuando planteamos otras cuestiones
que despiertan menor aceptación pública, lo hacemos por fidelidad a las
mismas convicciones sobre la dignidad humana y el bien común.
Y, especialmente en Occidente, debemos recordar que los avances de nuestra civilización se deben en su práctica totalidad a la cultura cristiana: ¿o es que en Oriente ha habido alguna vez algo parecido a la Revolución Francesa, anticlerical, pero cuya justicia social nacía del concepto cristiano de dignidad humana?
Una cultura popular evangelizada contiene valores de fe y de
solidaridad que pueden provocar el desarrollo de una sociedad más justa y
creyente, y posee una sabiduría peculiar que hay que saber reconocer con una
mirada agradecida.
Eso sí, la moral, la ética cristiana no puede confundirse con lo que es meramente cultural: debemos insistir en lo fundamental evangélico y que cada sociedad lo desarrolle a su estilo.
El sentido unitario y completo de la vida humana que propone el
Evangelio es el mejor remedio para los males urbanos, aunque debamos advertir
que un programa y un estilo uniforme e inflexible de evangelización no son aptos
para esta realidad.