viernes, 21 de septiembre de 2012

Fe, razón y sentimientos

La Fe es un don de Dios que nos permite creer en aquello que nos ha sido revelado: es anterior y está por encima de la razón. Pero inmediatamente, necesitamos razonar nuestra Fe: comprobar que aquello en lo que creemos no contradice nuestra evidencia, ni nuestro conocimiento experimental. Ya sé que hay muchos aspectos de nuestra Fe que no son ni comprobables, ni demostrables, ni por supuesto evidentes. Pero entonces razonamos que si tanta gente durante tantos siglos ha creído en lo mismo, han visto cosas inexplicables y han dado su vida por esta creencia, esto mismo ya es una evidencia y demostración de la veracidad de todo ello. Por supuesto, nunca tendremos la certeza, pues entonces ya no sería Fe, sino evidencia.
Habitualmente no es la razón la que pone en duda la Fe que hemos adquirido, sino nuestros sentimientos. Aparentemente, vivimos, nos comportamos y organizamos nuestra vida en función de nuestra Fe. Pero llega un momento en el que esa vida se tambalea por un hecho extraordinario, una desgracia, una enfermedad, un revés de la fortuna; en definitiva, un sentimiento profundo de que nuestra vida ya no sigue su curso ordinario. Y entonces nos dejamos llevar por ese sentimiento y empezamos a poner en duda todo aquello en lo que creíamos. Pero no porque tengamos pruebas nuevas o hayamos llegado a sesudas conclusiones, sino simplemente porque ya no nos sentimos “confortables” con nuestra creencia.
En otras ocasiones, es el simple transcurrir de la vida con la Fe como “ruido” de fondo, pero sin practicarla en nuestro corazón, lo que hará que aflore ese sentimiento que va poco a poco disociando nuestros actos de nuestras creencias, hasta que llegamos a ignorarlas del todo.
“Ha perdido la Fe”, suele ser el diagnóstico habitual en ambos casos. Pero la Fe no se puede perder como si fuese un objeto olvidado. La realidad es que llega a estorbarnos al encontrarla contraria a nuestros nuevos sentimientos o forma de vida; y entonces la rechazamos, la expulsamos de nuestra vida.
La Fe no se pierde, sino que se duerme o se muere por falta de actividad; y la razón tiene muy poco que ver con este cambio…

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Hablando de amor al prójimo

A los cristianos no sólo se nos recomienda amar a nuestros cónyuges hasta que la muerte nos separe, sino que se nos exige que amemos incluso a nuestros enemigos.
¿Es esto posible?
Veamos: si por amor entendemos ese sentimiento que tan de moda está, amar a quienes nos hacen daño no será posible en absoluto; pero si interpretamos adecuadamente la expresión [amar es buscar el bien del otro, desear su bien] entonces sí es posible amar a los enemigos; aunque, por supuesto, primero tendremos que luchar contra el sentimiento de odiarles [desearles el mal], que es el que se nos presentará espontáneamente.
Lo curioso es que el odio, que tan gratificante aparece, en realidad produce amargura y esto nos lleva a odiar más, porque les consideramos culpables de nuestra amargura; y entonces nos amargamos más, y así sucesivamente…
Con el amor ocurre exactamente lo contrario: desear el bien del otro nos produce tal sensación positiva que tendemos a profundizarla y, poco a poco, vamos apreciando a la persona que tanto nos desagradaba. A veces me pregunto si lo de amar al enemigo es un mandato evangélico o una terapia prescrita por quien mejor conoce la naturaleza humana…
Pero, volviendo al tema, amar no significa que encontremos perfecto al prójimo, ni que nos parezca bien lo que hace; y mucho menos que le tengamos cariño o nos parezca atractivo… Y no debemos sentirnos culpables de no tener estos sentimientos, ya que los sentimientos no los podemos controlar. Amar es simplemente desear su bien, a pesar de nuestros sentimientos o de la falta de ellos.
Y el amor más perfecto es el de Dios, que no nos ama por ninguna cualidad nuestra, ni por nuestros actos; sino que nos ama simplemente porque existimos: de hecho, nos ha creado por amor.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Amar después de enamorarse

En la sociedad actual occidental se habla mucho de amor, aunque en la mayoría de los casos se suelen referir más a sexo o enamoramiento que a auténtico amor.
Y es que lo importante no es enamorarse, sino seguir amando después de que esa apasionante sensación se haya pasado. Porque los sentimientos vienen y van; y a la larga o a la corta, la pasión por otra persona debe dar paso al amor, que es la decisión de nuestra voluntad de buscar como único bien propio el bien del otro. Es decir: entregar nuestra vida, nuestra persona… Y en estas condiciones, incluso el sexo es más placentero….
¿Cómo puede amarse sin sentimiento? Parece increíble que esta pregunta sea tan frecuente en nuestros días. Quizá porque nuestra sociedad -desde el romanticismo del siglo XIX- ha dado demasiada importancia a los sentimientos y ha arrinconado la voluntad.
¡Claro que puede amarse –y profundamente- sin sentimientos! Incluso puede amarse aquello que nos molesta o nos desagrada: ¿es que una madre deja de amar al hijo que tantos problemas le causa?
La realidad es que la atracción sexual suele llevar al enamoramiento y éste al compromiso; y todo esto es muy bueno. Pero lo que hace que mantengamos nuestras promesas es el amor auténtico: nuestra firme determinación de amar.
Ama hasta que te duela el amor, nos recomendaba la Beata Teresa de Calcuta; y ella sí era una experta en amar incluso a los que parecía que no tenían nada amable.

sábado, 15 de septiembre de 2012

El matrimonio cristiano

Se dice que los cristianos le damos excesiva importancia al sexo… y quizá sea verdad. Pero la razón de eso es que a lo que le damos realmente mucha importancia es al matrimonio: hombre y mujer unidos para siempre.

Por supuesto, la sexualidad es una de las manifestaciones del matrimonio; pero ni es la primera ni la más importante. Es más, si se la disocia de las demás, de la unión total que debe existir entre los esposos, la sexualidad puede producir un efecto contrario: divide, en vez de unir.

Y esto no es algo que nos hayamos inventado, o que nos parezca socialmente muy conveniente. Para los cristianos el matrimonio es algo cuya importancia nos viene expresamente manifestada por Dios.

En la Biblia, se define en tres ocasiones (en el génesis, en los Evangelios y en las Cartas de San Pablo): “Por esto abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne” (Géminis, 2, 24; Mt 19, 5; Mc 10, 7 y Efesios 5,31). Observad que son tres los pasos que hay que dar para formar un matrimonio: elegir frente a los demás, hacer unión de proyecto y, finalmente, ser una sola carne. Y si empezamos esta casa por el tejado (la unión carnal), difícilmente la terminaremos bien…

Cristo mismo nos recordó que el matrimonio (y no se refería al sacramento cristiano, sino que hablaba de la institución natural) es para toda la vida… Y es tal su importancia, que lo elevó, para los cristianos, a la categoría de Sacramento; es decir, se comprometió a otorgar su gracia a quienes quisieran vivirlo en plenitud.

Los cristianos no estamos obsesionados con el sexo (o no deberíamos estarlo), sino que estamos obsesionados con la más grande manifestación de un ser humano: el amor conyugal llevado a sus últimas consecuencias. Y cuando vemos que el sexo desbocado puede estropear esta maravilla, nos preocupamos… y mucho.

Por cierto, lo del matrimonio para toda la vida no es algo impuesto por Dios y ajeno a las pasiones del hombre. Es la propia pasión del hombre enamorado la que exige esa duración vitalicia: te amaré siemprecontigo para toda la vidanada nos separarájamás habrá otra mujer/hombre en mi vidapara mí eres la/el única/o… Estas frases no se encuentran en la Biblia, sino en el repertorio de los amantes, cualquiera que sean sus creencias.

jueves, 13 de septiembre de 2012

La moral sexual

Aunque a muchos les pueda parecer extraño, la moral sexual es sólo una pequeña parte de la moral cristiana y, por supuesto, no es la más importante. El sexo, en sí mismo, es tan bueno, que ha sido creado por Dios, para disfrute del hombre e incentivo de la procreación. El sexo, como la comida, no tiene ni por asomo nada de malo.
Dicho esto, aclaro. El descontrol de la sexualidad sí es malo; como también lo es el descontrol de la comida, ya sea por gula o por anorexia. Están muy equivocados los que piensan en el sexo como en algo “consentido” para poder procrear; pero también lo están los que opinan que todo instinto sexual debe ser seguido como algo saludable y normal. La sexualidad, como cualquier otra tendencia o función del hombre, debe estar controlada para que no se desboque y acabe arrastrando a toda la persona. En el caso del sexo (concebido para ser practicado entre dos) el descontrol también acarrea problemas sociales; y quizá por esto se le dedica más atención que a los excesos de la comida.
Mi diagnóstico es que en la actualidad (y quizá por razones económicas) el sexo se ha convertido en una mercancía consumible como cualquier otro producto, adulterando una actividad que estaba reservada para expresar los más altos y profundos sentimientos del hombre.
Y el sexo así desbocado, sí es malo.
Pero quede claro que cualquier atentado a la moral social (lo que los cristianos llamamos “caridad para con el prójimo”) es mucho peor que los llamados “pecados de la carne”. Quizá por esto Cristo nos advirtió de que las prostitutas nos adelantarían en el Reino de los Cielos… (cifr. Mt. 21, 31).

martes, 11 de septiembre de 2012

Y existe una moral pública


Entendemos por moral pública la moral colectiva de la sociedad que la guía hacia su fin natural; es decir, aquella que permite a la sociedad alcanzar sus fines. Decíamos en la última entrada que sin individuos buenos no se pueden tener sociedades buenas, por muy bien diseñadas que estén… Pues sin una moral pública lo que no puede hacerse es diseñar bien la sociedad, establecer sus fines correctos y el modo de alcanzarlos. ¿De qué les sirvió a los nazis la disciplina y abnegación de sus soldados y ciudadanos (que en sí mismas son virtudes apreciables), si los fines perseguidos les llevaban a la autodestrucción?

La moral pública, esa parte de la Ley Natural que afecta al hombre como individuo social, es tan necesaria como la privada: si se desconoce el destino del hombre, difícilmente se le puede llevar a buen puerto, por muy bueno que sea el barco y a pesar de la pericia de los marineros.

El Cristianismo tiene muchas y buenas ideas sobre esa moral pública; y, de hecho, son las ideas cristianas las que construyeron Occidente hasta nuestros días (por mucho que hoy se quiera ocultar).

Y yo creo que esas ideas en su esencia siguen siendo válidas. Es absurdo rechazarlas de plano simplemente porque provienen del ámbito de las creencias: deben analizarse; y, si son válidas, aplicarlas.

Pero quede claro que el Cristianismo no es un modelo político, por lo que serán los cristianos los que propongan y apliquen las medidas concretas que en cada circunstancia les parezcan más convenientes. Por lo tanto, ni ningún cristiano puede pretender monopolizar la “política cristiana”, ni existe un “partido cristiano”; lo más que puede existir son partidos de inspiración cristiana, diversos e incluso con soluciones opuestas para un mismo problema

miércoles, 5 de septiembre de 2012

La moral también es importante


El Cristianismo no es una moral; y ni siquiera la moral es lo principal de la Fe cristiana. Pero esto no significa que la moral sea algo prescindible.

La moral es lo que regula las relaciones del hombre con Dios, preserva la auténtica naturaleza humana y regula las relaciones entre los hombre. Son las tres dimensiones fundamentales de la vida terrestre del hombre. Por supuesto, en la otra vida ya no habrá ni Fe ni Esperanza ni moral: sólo Caridad.

El hombre moderno, que se considera liberado de todo límite -incluso los límites que le pueda imponer su propia naturaleza-, sólo reconoce la tercera dimensión de la moral: la que regula las relaciones entre los hombres. Y esto no por altruismo, sino por la imperiosa necesidad de establecer normas que me protejan de los abusos ajenos: sin un reglamento de conducta, los demás podrían hacerme a mí lo que quisieran.

El hombre actual no admite una moral que le imponga una conducta concreta hacia su Creador o para consigo mismo, ya que eso sería un límite inconcebible a su libertad: que el Creador me proporcione la existencia y los medios para disfrutarla, pero que me permita hacerlo incluso en contra de la propia naturaleza que ha creado. Si Dios es amor, ¿cómo no va a consentírmelo todo? Si no hago mal a nadie, todo me está permitido.

Y Dios, efectivamente, todo lo consiente –a veces nos quejamos precisamente de esto, de que consiente demasiado “a los demás” en nuestro perjuicio-; pero eso no significa que nuestra conducta consentida no provoque males a nosotros y a os demás. Si el hombre se olvida de quién es y para qué fue creado, o si el hombre se aleja de la conducta propia de su naturaleza, entonces acabará haciendo mal a los demás, porque tampoco podrá cumplir con la dimensión social de la moral, la única que en principio admite. Y esto es así, porque si fomentamos nuestra vanidad, nuestra codicia, nuestra avaricia, nuestra lujuria o nuestra ira, entonces ¿cómo vamos a poder cumplir el reglamento social que sí nos hemos impuesto? Hemos diseñado sociedades perfectas; pero consentimos que cada uno de los individuos que las formas sean todo lo imperfectos que quieran; y, claro, así no hay forma de alcanzar la perfección colectiva.

Un ejemplo podría ser nuestro modelo democrático. En teoría es perfecto: el gobierno del pueblo para el pueblo, ejercido por quienes el pueblo elige y según el programa que éstos han propuesto. Pero en la práctica ha resultado tan tiránico como cualquiera de los sátrapas de regímenes absolutistas. ¿Por qué? Pues porque no nos hemos preocupado de que los hombres que ejercen el poder se preocupen primero de ser ellos mismos lo más perfectos posibles; y porque los electores no elijen lo mejor para la comunidad, sino lo que ellos mismos más interesa.

La moralidad privada del individuo es tan importante como la pública, porque sin individuos buenos no habrá sociedades buenas (por muy bien diseñadas que estén). Como dice C S Lewis, “nada, salvo el valor y la generosidad de los individuos, conseguirá que ningún sistema funcione correctamente”.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Los medios


Si el Cristianismo es el mejor camino, verdad y vida (Jn 13, 34-35), ¿Qué medios son los que nos proporciona?

El primero es la propia Fe cristiana, que da al hombre la respuesta sobre el misterio del hombre: quién es y a dónde debe ir. Además, el mensaje evangélico nos da la mejor guía del peregrino para esta vida; una guía que nos asombra y que nunca se nos podría haber ocurrido a nosotros mismos: las bienaventuranzas y el amor a los enemigos son buena muestra de la originalidad del mensaje.

Luego nos da un medio inequívoco para entrar en su Iglesia: el bautismo, que nos proporciona la seguridad de estar insertos en su Cuerpo Místico. Sin un sacramento así, nunca tendríamos la certeza de pertenecerle…

Pero también nos proporciona otros medios extraordinarios: yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20); y con la Eucaristía –ese misterio de amor- nos permite compartir su Cuerpo y su Sangre.

Como su Iglesia –de la que Él es cabeza- está formada por hombres, los fallos son continuos. Esto es algo que a muchos nos cuesta reconocer: somos humanos, somos pecadores y metemos la pata con más frecuencia de la que nos gustaría. Al insertarnos en su Cuerpo Místico, Cristo no nos otorga la inmunidad para no volver a caer –entre otras cosas, porque no nos quita la libertad-, sino que nos da los medios para sanarnos cada vez que una parte de ese cuerpo enferma. Y esta medicina es tan sencilla como los otros dos medios que ya hemos citado –bautismo y Eucaristía-: es la confesión. Otro de los asombrosos inventos de Dios: simplemente con reconocer nuestra culpa se nos perdona el pecado y el cuerpo queda restablecido. Además, al hacerlo ante un representante de Cristo, que nos absuelve expresamente, tenemos la certeza de haber sido perdonados.

Por supuesto, también contamos con Su gracia y los otros cinco sacramentos para cada momento de nuestra vida.

Y dicen que es difícil ser cristiano. Yo me pregunto si no será mucho más difícil no serlo.

sábado, 1 de septiembre de 2012

La soberbia humana.


Lo que en el fondo subyace en el puritanismo moralista es una gran dosis de soberbia: el hombre considera que se gana el cielo con su esfuerzo, siendo intachable.

Es este un gran error: Dios no nos ama porque seamos buenos, sino que -por el contrario-, es porque nos ama, por lo que nos ayuda a ser buenos. Pero no debemos olvidar que, en cualquier caso, el mérito es de Él, nosotros sólo ponemos la voluntad de intentarlo. Si no fuese así, entonces Dios no amaría a los “malos” y no tendría interés en recuperarlos. Y como todos somos “malos”, ni habría habido redención ni ninguno podríamos compartir su gloria.

Pero la realidad, gracias a Dios –nunca mejor dicho- es muy distinta: Cristo nos hace parte de su Cuerpo Místico, nos inserta en su vida y nos infunde su gracia; y así sí es posible volver la vista a Dios cada vez que nos despistamos.

Y ahora se entiende el dogma Cristiano: fuera de Cristo no hay salvación posible. Todo el que se salva es por estar inserto en Su vida, por recibir Su gracia. ¿Y esto sólo ocurre con quienes comparte la fe cristiana? Pues tenemos que pensar que no, que Cristo nos dejó el mensaje evangélico como mejor camino, verdad y vida (…) para estar junto a Él; pero que ha dejado una especie de puerta trasera por la que –con mucho más esfuerzo- también puedan entrar aquéllos hombres de buena voluntad a los que no ha llegado su mensaje.

Fuera de la Iglesia –el Cuerpo Místico de Cristo- no hay salvación posible: porque todo el que se salva lo hace en Cristo, de una forma u otra.