viernes, 31 de diciembre de 2010

Y, ¿a dónde quién iríamos?

Esta Navidad nos hemos acercado una vez más a adorar al niño Dios, a estar junto a Dios hecho hombre: el único hombre que puede revelarnos nuestro misterio, nuestro origen y nuestro destino.


Y..., ¿a dónde mejor podríamos ir? Esto es lo que le contestaron los apóstoles al Señor, cuando éste les preguntó: ¿También vosotros queréis abandonarme?: Tú sólo tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 68).

Esta contestación puede tener dos interpretaciones igualmente aplicables a nuestra vida actual:

Por una parte, los apóstoles se pueden referir a que sólo Él nos habla de la vida eterna, de nuestro futuro, de lo que debe constituir nuestra aspiración fundamental; sólo Dios nos revela el destino trascendente del hombre y nos indica cómo alcanzarlo. Hoy en día, ¿a donde quién iríamos que nos pudiese hablar del mismo modo? Por desgracia, sólo en la Iglesia Católico puede encontrarse esta creencia y esta esperanza.

Pero también podría interpretarse esa contestación como la afirmación de que "sólo Él tiene palabras eternas para la vida": porque sus palabras son siempre Verdad, sirven para todos los hombres de todos los tiempos y para todas las circunstancias... Qué importante es recordar hoy esta afirmación de que existen verdades eternas, en un mundo en el que el hombre se cree el centro del universo, con el único destino de satisfacer sus deseos y dueño incluso de la verdad, que va fabricando a su antojo.

Cielo y Tierra pasarán; pero mis palabras no pasarán (Lc 16, 16).

Buen propósito para el año que comienza: buscar las verdades eternas.

martes, 28 de diciembre de 2010

¿Somos como Dios?

Somos como dioses cada vez que deseamos algo o queremos a alguien, ya que querer es una manifestación de nuestra voluntad; y es propio de Dios tener voluntad; y es manifestación de su absoluto poder y libertad el hacer realidad su voluntad. Por esto, para poder emular a los dioses, intentamos convertir en realidad cada uno de nuestros caprichos. No es casualidad que la cultura del egocentrismo -que ha tratado de matar a Dios- sea también la "cultura del deseo".

Como Dios nos hizo a su imagen y semejanza, nos hizo efectivamente libres y con voluntad; pero, porque Dios es amor, nuestra libre voluntad debe dirigirse no a la satisfacción del deseo, sino a amar. Y amar no es buscar el bien propio en lo que se ama (persona o cosa), sino buscar el bien de lo amado, incluso por encima del propio bien. Esto es lo que nos hace como Dios, lo que realmente nos asemeja a Él; lo otro -la satisfacción del deseo- nos hace diosecillos, nos aleja de Dios. Y cuanto más cerca estamos de Dios es cuando le amamos a Él sobre todas las cosas.

Este fue el engaño del maligno a nuestros primeros padres; y lo sigue siendo en la actualidad: incitarnos a ser como dioses, pero ocultándonos la diferencia que hay entre esto y ser como Dios; que es nuestro auténtico destino.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Dios y la civilización occidental

Nos preguntábamos en la entrada anterior por qué Dios separa de las avanzadas civilizaciones a las personas o pueblos a los que quiere revelarse. Y de la actual civilización occidental, ¿también tendrá que separarnos para poder revelarse con eficacia?

Manifiestamente, la actual civilización occidental -esa que tiene profundas raíces cristianas que la distinguen claramente del resto de civilizaciones y culturas y que, por su bondad, se ha impuesto a cualquier otro modelo y ha alcanzado grados de progreso muy superiores a los de cualquier otra-, está profundamente alejada de Dios. Y no sólo está alejada de Dios, sino que también se ha alejado bastante de la propia naturaleza humana. E incluso ha llegado a perder la racionalidad que en un principio le impulsó a renegar de Dios: el posmodernismo ha abdicado de la razón y se ha quedado en el deseo. El hombre es su propio Dios y no hay más razón ni motivo que su "santa voluntad": satisfacer su deseo en el mismo momento en el que éste se presenta. El hombre ya no es un animal racional, sino simplemente un animal que domina la técnica para satisfacer sus instintos.

Y ahora pregunto: ¿En una sociedad así puede revelarse Dios? O simplemente, ¿cabe Dios en nuestra vida técnica, irracional e instintiva? Tengo mis serias dudas.

Por supuesto, desconozco los planes de Dios; pero no me extrañaría nada que tuviese que suscitarse un nuevo pueblo, una nueva civilización para poder empezar desde cero y enderezar el rumbo absurdo que ha tomado el hombre. ¿Qué nuevo pueblo? Pues se me ocurren dos posibilidades: que aquellos pueblos que evangelizamos desde occidente ahora vengan a evangelizarnos a nosotros; o que una crisis política y económica nos devuelva a la Edad Media. Por supuestos, también existen todas esas posibilidades que Dios, en su infinita misericordia, conoce perfectamente y que nos serían menos dolorosas...

Aunque la tremenda crisis económico-financiera actual, generada por la codicia de occidente, puede ser un signo de los tiempos muy claro...; y un indicio de por dónde va a transcurrir la Historia a corto plazo...

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Dios y las antiguas civilizaciones

Dios no está reñido con las civilizaciones; pero como algunas civilizaciones sí están reñidas con Dios, frecuentemente se produce una especie de oposición entre fe y algunas culturas.

Si vamos al comienzo de la historia de la Revelación, vemos que lo primero que Dios hace es sacar a su elegido, Abrám, de la cultura que le rodeaba. Primero le saca de Ur de los Caldeos, una civilización avanzada, y le lleva a una zona más rural (Jarán, Siria mesopotámica); y después le indica que vaya hacia Canaán, tierra que heredarán sus descendientes. Es curioso cómo Dios, para preparase un Pueblo que reciba su Revelación, lo primero que hace es separarlo de las civilizaciones existentes, lo convierte en nómada e inicia una nueva dinastía. Este pueblo inculto e incapaz de dejar testimonios escritos, será el único depositario de la sabiduría del monoteísmo. Ninguna de las grandes civilizaciones de la Historia llegaron a la sencillez del Dios Creador. Y no sólo me refiero a las civilizaciones que rodeaban a Abrahám (como le llamó Dios al sellar su alianza) tales como Persia, Asiria, Babilonia o Egipto; sino que tampoco las grandes civilizaciones orientales (China, India,...) o americanas (Maya, Azteca, Inca...) llegaron al conocimiento del Dios único.

Una excepción enigmática aparece en la Biblia (Gen 14, 18): Melquisedec, rey de Salem, se presenta como sacerdote del Dios Altísimo creador de cielo y tierra y bendice a Abrahám: ¿Es que Dios ya se había revelado a otros pueblos o individuos, antes de escoger a Abrahám? Y un dato más curioso aún: Melquisedec ofrece un sacrificio de... ¡pan y vino! Más adelante, en la Biblia se volverá a citar a este enigmático sacerdote previo al pueblo de Dios: en el salmo 110 (vg 109): "Tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec", referido al rey David; y en la primera carta de San Pablo a los Corintios: "Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec" (1Cor 11, 23-26), referido a Jesucristo. Ambos textos ponen de manifiesto que el sacerdocio divino es anterior incluso al propio Pueblo de Dios; y proviene de una cultura (Salem) que desconocemos totalmente.

Después, cuando Dios quiera formarse su Pueblo, lo volverá a sacar de una civilización avanzada: la egipcia; y lo mantendrá durante cuarenta años por el desierto, como para conseguir que se olvidasen de cualquier costumbre que de allí pudiesen traer.

¿Que significará todo esto?

lunes, 20 de diciembre de 2010

Perfección, sólo en la caridad

"Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48)

Esta es una de las muchas frases evangélicas enigmáticas, que son difíciles de interpretar: ¿Realmente el Señor nos exige que seamos "perfectos como Dios"? ¿Nos exige ese imposible? ¿Se lo decía a sus apóstoles y discípulos que tan torpes se mostraron hasta la venida del Espíritu Santo?

Estoy convencido de que el camino de la santidad nunca es el perfeccionismo reglamentario [El cristiano no es un maniaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada..., he leído en algún escrito de San Josemaría], sino la transformación del corazón: el firme propósito de amar y servir a Dios..., aunque luego lo llevemos a la práctica de forma tan deficiente.


Si estudiamos el contexto en el que esa frase fue dicha, lo veremos más claro. Es el último versículo del capítulo 5 del Evangelio de San Mateo dedicado al Sermón de la Montaña, que es el compendio de la Nueva Ley (se os dijo; pero yo os digo...) e incluye las Bienaventuranzas. Los versículos inmediatamente anteriores a éste son muy reveladores del sentido que debe darse a esa exigencia de perfección:

...Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padres que está en los Cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? ¿Acaso no hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿Acaso no hacen eso también los paganos? Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto.

Es, por tanto, la perfección en el amor, en la caridad, lo que se nos exige. Y amar es buscar el bien del otro, incluso antes que el nuestro..., ¡aunque sea enemigo! Por supuesto, la misericordia de Dios tampoco nos exigirá que esto lo hayamos llevado perfectamente a la práctica; pero sí que lo hayamos intentado.

¡Qué diferencia entre la perfección del amor evangélica y la pobre perfección reglamentaria a la que aspiramos algunos!

sábado, 18 de diciembre de 2010

El silencio y la Palabra

Ha terminado recientemente el año sinodal sobre la Palabra de Dios. La Palabra es la Revelación, el medio ordinario como Dios se comunica con la humanidad. Tanto para escuchar la Palabra, como para escuchar directamente a Dios en la oración, hace falta silencio: algo muy fácil de conseguir y muy barato...

Pero no sé qué pasa que en la sociedad moderna es muy difícil conseguir ese silencio si uno no se lo propone de forma extraordinaria: hay que retirarse un poco de la sociedad, apagar todos los instrumentos de comunicación que tenemos al alcance (teléfono móvil incluido) y hacer un propósito expreso de permanecer en silencio. Personalmente compruebo que no siempre es posible. Me ha ocurrido que, incluso cuando me refugio en una Iglesia prácticamente vacía para orar ante el Sagrario, no es infrecuente que algún otro parroquiano aproveche ese momento para comentar a alguien las enfermedades o problemas de toda su familia y del resto del vecindario. De este modo, ni él, ni la persona que le escucha ni ninguno de los demás, logramos comunicarnos con Dios... ¡ni en su propia casa!

Por todo esto, es muy importante aprovechar los escasos momentos en los que los hombres escuchan, para transmitirles la Palabra de Dios; y no me estoy refiriendo sólo a la homilía dominical, que por supuesto es una buena ocasión. Me refiero a esos otros momentos no específicamente religiosos en los que muchos hombres escuchan lo que se les diga. Para bien o para mal, el hombre habitualmente escucha y se cree la mayor parte de lo que oye o lee: cine, tv, prensa, teatro, libros, internet, etc... Y cuando el hombre escucha, la Palabra de Dios es eficaz por si misma. Los que tenemos la obligación de evangelizar -todos los creyentes- debemos aprovechar todas las oportunidades de este tipo que se nos presenten para divulgar la Palabra, que es mucho más eficaz que nuestros pobres argumentos... Es decir, hacer de auténticos profetas, cuyo significado es el de ser portavoces de Dios (repetidores de su mensaje), más que adivinos del futuro.

Esta eficacia de la Palabra de Dios se concretará no sólo en la fe del que la oye, sino que suscitará una respuesta auténtica al mensaje. Porque la Fe no es tanto creer en abstracto lo que se nos ha revelado, cuanto hacer vida la Palabra que oímos. La auténtica eficacia de la Palabra, más que creerla o entenderla, es conseguir que la vivamos. Porque si en vez de vivirla nos dedicamos a razonarla, si la cuestionamos, entonces difícilmente la aplicaremos a nuestra vida. Es al revés: cuando ya la hemos incorporado a nuestra vida es cuando podremos interpelarla y pedirle explicaciones... si es que las necesitamos.


Este fue el ejemplo de María: asumió en su vida la Palabra que se le transmitió -sin la más mínima duda-, esperando con fe absoluta; y, cuando ya estaba hecha vida de su vida, ponderaba las circunstancias concretas en su corazón...

miércoles, 15 de diciembre de 2010

¿En qué dios no creemos?

La gente dice que no cree en Dios, del mismo modo en que podrían decir que no creen en las meigas o que no les gusta el fútbol.

Pero la fe en Dios es algo mucho más importante, algo que determinará nuestra entera existencia.

Cuando yo digo que creo en Dios, sé a qué Dios me estoy refiriendo: al Único, Creador, Redentor y Padre, según me ha sido revelado por su Palabra en las Sagradas Escrituras.

Pero yo me pregunto, ¿en qué dios no creen los ateos? ¿Se han planteado en quién no creen? ¿De verdad han pensado en la posibilidad de un Creador, Redentor y Padre y han negado su existencia? ¿No será que, más bien que no creer, lo que ocurre es que quieren rechazar a ese Dios que podría influir en sus vidas? Y, ¿en serio han llegado a la conclusión de que esa influencia sería negativa? ¿Negativa para su vida o negativa para sus pasiones? ¿Se han planteado si Dios efectivamente les limitará su libertad -que Él les ha dado- o por el contrario la potenciará?

Quizá en algún caso, alguien se haya planteado un dios tan absurdo, tan ridículo, tan pequeño, tan a su medida, que no merezca la pena creer en él.

Cuéntame cómo es el dios en el que tú no crees y yo te explicaré cómo es el Dios que se me ha revelado: te aseguro que en éste sí merece la pena creer... y amar.

lunes, 13 de diciembre de 2010

El límite de nuestra libertad

Hay un dicho con el que no estoy de acuerdo: "La libertad de uno termina donde empieza la del otro". Creo que esta frase solo es válida con respecto al libertinaje: nuestro libertinaje termina donde empieza el del otro; entre otras cosas, porque la colisión sería peligrosa. Pero si hablamos de libertad auténtica, de la facultad de elegir nuestra conducta entre posibilidades alternativas, entonces nuestra libertad se entrelaza con la de los demás y nuestra conducta les influye; y, en muchos casos, sólo somos libres en la medida en que los demás elijan aquello que posibilita nuestra propia libertad. El caso paradigmático es el matrimonio: puedo ejercer la libertad de casarme porque el otro también es libre y decide ejercerla precisamente conmigo. En este caso concreto mi libertad empieza precisamente cuando hay un otro con el que vivir esa libertad; y nuestras libertades se superponen: porque la mejor demostración de libertad es amar. El amor es la manifestación de la libertad del alma y del cuerpo.

Esta disquisición podría parecer meramente teórica; pero no lo es. Es algo que debe llevarse a la práctica. Efectivamente, hay libertades aparentemente privadas que no lo son, porque forman parte de la libertad de otros. Hay actos que pueden parecer moralmente personales, en los que ninguna norma ajena a nuestra conciencia debería entrar; pero no son tan privados, tienen una repercusión social. Por ejemplo, la fidelidad conyugal no es sólo una cuestión de la pareja, sino un acto profundamente social, que la sociedad debe regular; y sociedades muy civilizadas consideraron hasta hace muy poco que el adulterio era un ataque tan grave a la sociedad, que lo tipificaron como delito. Y, por los mismos motivos, el aborto no es una cuestión privada de la madre -de la que se excluye incluso al padre- sino el más terrible de los delitos, que la sociedad debe tratar de evitar. Y lo mismo podemos decir del suicidio o la eutanasia: el derecho a la vida no nos da derecho a disponer de ella, ni siquiera a nosotros mismos, porque la vida es un bien social del que nadie puede disponer.

Pero esta sociedad posmoderna e irracional sólo ha encontrado un límite social a la libertad: el tabaco. Este es el único caso en el que la sociedad puede imponerle el bien (la salud) al individuo, porque el tabaquismo produce un desajuste social (especialmente en costes económicos de la enfermedad).

Y..., ¿es que los demás asuntos citados no producen un desajuste mayor y mayores costes?

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Al César lo que es del César

Hay que dar al César lo que es del Cesar. Y evidentemente, la administración de Justicia es algo que compete al Estado, a través del poder judicial; y con la mayor independencia posible.


Pero una cosa es que el Estado administre justicia y otra muy distinta que se "invente la justicia". Porque la Justicia es algo que nos viene dado por la Ley Natural, los derechos Humanos o como se le quiera llamar. Y la Justicia tiene un marco que no se puede saltar ni el Estado ni el Parlamento, por muy democráticamente que se haya constituido: el derecho a la vida es universal, los derechos de las minorías son tan inviolables como los de las mayorías.


¿Y qué ocurre cuando la razón humana se oscurece por la ambición, el odio, la revancha, etc? Entonces, el hombre ya no sabe distinguir la auténtica Justicia, el Derecho Natural o los Derechos Humanos. Cuando la razón se oscurece (y hemos tenido muchos episodios de oscurecimiento en la Historia, especialmente en el siglo XX), sólo nos queda la Fe: aceptar la autoridad de un Ser superior, que se nos ha revelado. En este caso, la Fe se presenta como la sabiduría natural de la humanidad: la norma última, que no puede eludirse y marca los límites del obrar humano, político y social...

El Estado administra la Justicia...; pero dentro de los límitess que le vienen impuestos.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Hombre y mujer los creó

Hombre y mujer nos creó Dios, a ambos con una misma dignidad: la dignidad de ser sus hijos.

Hoy, los defensores de la "ideología de género", necesitan muchos más argumentos para defender la igualdad de la dignidad del hombre y la mujer, porque no se reconocen como hijos de Dios. Y si somos simplemente frutos de la evolución o de la casualidad, entonces: por qué íbamos a tener la misma dignidad. Por supuesto, lo mismo puede predicarse de otros dos cualesquiera individuos: si no son ambos hijos de Dios, ¿por qué van a tener la misma dignidad?

Y es que cuando el hombre niega a Dios, lo primero que niega es su propia dignidad; y se acaba defendiendo el "proyecto simio", esa propuesta legislativa que quiere otorgar los derechos humanos a los simios, al considerarles igual de dignos que nosotros: frutos de la casual evolución.

Pero volvamos al hombre y la mujer: Dios nos ha creado con la misma dignidad, pero -al contrario de lo que la ideología de género defiende- nos ha creado como realidades antropológicas distintas, con fisonomía distinta y funciones distintas..., y estas distinciones no son meros accidentes culturales, sino constitutivas de la propia naturaleza del hombre y la mujer.

Hemos negado a Dios, hemos negado nuestra dignidad y hemos acabado negando nuestra naturaleza... Vemos ahora lo expuesto en la entrada anterior sobre lo irracional de la razón instrumental.

jueves, 2 de diciembre de 2010

La razón instrumetal

Nuestra época se caracteriza por el agnosticismo. No es que haya muchos ateos que nieguen la existencia de Dios, sino muchos agnósticos que no saben si existe o no, que se debaten en la duda. Esto es así probablemente porque vivimos en la época de la certeza: necesitamos certezas para todo; y si logramos la certeza científica, mejor aún.

Parece como si más que encontrar la Verdad, nos importase vivir en la certeza...; aunque sea una certeza equivocada. Y, claro, como la Fe nunca nos puede llevar a la certeza, porque Fe es el conocimiento no comprobable por definición (si lo pudiésemos comprobar, ya no sería Fe, sino evidencia o experimento científico), el número de creyentes ha disminuido en favor de los agnósticos.

E incluso se llega más lejos: como no siempre es comprobable la Verdad -no podemos alcanzar la certeza-, entonces acabamos diciendo que la Verdad no existe... Esto es una barbaridad, porque lo que no existe -en su caso- es la certeza, la comprobación de la Verdad...; pero la Verdad siempre existe -la conozca yo o no-, porque la verdad es la realidad: la adecuación de la razón a una cosa.

Desde la revolución francesa, la razón es lo que habitualmente se oponía a la Fe. Se llegó incluso a renegar de Dios y entronizar a la "diosa Razón", la que nos traería la verdad. Pero en el posmodernismo hemos llegado mucho más lejos: la propia razón humana ha dejado de ser el instrumento para conocer la Verdad, porque se niega que exista la verdad. Entonces la razón se ha convertido en el instrumento para justificar la propia conducta: puedo hacer todo lo que yo considere razonable o bueno.

Así, hemos pasado de la razón lógica de los racionalistas, a la razón instrumental de los posmodernos. Y como tal razón al servicio de los caprichos de la persona, se ha corrompido y es, muy frecuentemente, irracional y esclava de la cultura del deseo.


Hoy, los descreídos no oponen sus razones a nuestra Fe, sino que simplemente oponen su capricho, su deseo; con el absurdo y único argumento: ¿por qué no?