miércoles, 30 de diciembre de 2009

La muerte

En la entrada anterior hablábamos del miedo al "fin del mundo". Por supuesto, sonó como algo apocalíptico y lejano. Pero si en vez de hablar del fin del mundo en general hablásemos de nuestro propio fin, entonces ya es algo que nos suena mucho más cercano y cierto.


Creo que se le puede aplicar lo mismo que allí dijimos. La muerte, como todo lo desconocido, puede generar temor; pero no es el mismo temor el del justo que el de quien tiene que rendir unas cuentas que no le cuadran: ¿y si estaba equivocado y sí existe un Dios que me ama infinitamente y a quien yo he ignorado?; ¿y si lo que realmente valía la pena no era mi placer, sino mi amor manifestado por mi sufrimiento?


Lo que nos tiene que preocupar no es la llegada de lo desconocido, el trance en sí mismo, ni el dolor que pueda conllevar. Lo que nos tiene que preocupar es evitar el chasco de encontrarnos con quien nos ama y haberle rechazado, para siempre, para siempre...


Para el cristiano que ha querido amar a su buen padre Dios, la muerte no es más que la operación quirúrgica que por fin le libera de todos sus dolores e incomodidades: despertarse de la anestesia ya en casa -el Paraíso-, o tras un mal post-operatorio -el purgatorio-, pero curados para siempre, para siempre...


Así visto: ¿quién no querría operarse cuanto antes?

lunes, 28 de diciembre de 2009

La venida del Reino

Es habitual el miedo -incluso entre cristianos piadosos- a la llegada del Reino de Dios a la Tierra, debido a la idea de que éste llegará con sufrimiento. Este temor está generalizado, quizá por una interpretación demasiado literal del Apocalipsis.


Evidentemente, la venida de Cristo para juzgar a vivos y muertos producirá una modificación de las leyes de la naturaleza a las que estamos acostumbrados; y es este cambio -esta inseguridad- la que producirá miedo incluso entre los justos. Pero muy distinta debe ser la actitud de unos y otros: los justos deben superar el miedo al comprobar que todo está controlado por quien nos ama; los pecadores experimentarán terror al comprobar sus errores, que han malgastado sus vidas y que ahora tendrán que rendir cuentas. E imagino que este miedo al Juicio será bastante mayor que el provocado por los fenómenos naturales producidos por la alteración de las leyes ordinarias.


Esto es en esencia lo que nos viene a decir el Apocalipsis: el Malo tratará de aprovechar el miedo para ganar la batalla definitiva entre los que duden; quizá provoque sufrimiento entre los justos en una última tentativa de ganárselos; pero a la postre, será vencido y se instaurará el Reino de Dios, algo que imagino similar a la situación del Paraíso previa al primer pecado.


Personalmente, me encantaría que esto sucediese hoy mismo. Ya sé que me va a suponer un susto inmenso; pero la perspectiva es tan maravillosa, que lo estoy deseando. Y esto no es masoquismo, no. Imaginemos que a un enfermo crónico y con constantes incomodidades se le ofreciese la posibilidad de operarse y curarse para siempre: ¿rechazaría la operación por miedo al dolor que ésta le pueda producir? Tengo certeza de que, por el contrario, estaría deseando operarse y acabar de una vez con sus problemas.


Venga a nosotros tu Reino, Señor; y venga cuanto antes.

sábado, 26 de diciembre de 2009

El valor del sufrimiento

Seguiré con el tema de la última entrada, aunque no sea muy propio de este tiempo navideño.


Con la encarnación de Verbo y el modo que escogió para redimirnos, el sufrimiento ha dejado de ser algo inútil para convertirse en fuente de salvación; y de salvación múltiple, porque salva no sólo al que sufre, sino que también alcanzan sus efectos al pecador que permanece ajeno a dicho sufrimiento. De hecho, a todos nos alcanzó la redención, a pesar de que permanecimos ajenos al sufrimiento de Cristo en su pasión.


Por supuesto, no se trata de provocar el dolor sin más -lo que sería absurdo-, sino de aceptar el dolor como la más perfecta prueba de amor. En más, lo que realmente tiene un valor casi infinito es el amor que se manifiesta con el sufrimiento voluntariamente aceptado, incluso buscado en beneficio de otro; porque en este caso, el sufrimiento es simplemente la forma inequívoca y mejor de manifestar amor.


Ya sé que esto resultará difícil de entender o aceptar en una civilización obsesionada por el placer, el confort y la calidad de vida. Pero, ¿son estas cosas las que nos trae el amor?; ¿realmente el enamorado busca su comodidad? Evidentemente, el que ama de verdad no se preocupa de su placer, sino del bien de la persona amada. Entonces, ¿es nuestro afán de placer síntoma de que no queremos amar?, ¿de que nos queremos amar sólo a nosotros mismos?... Que cada uno se conteste...


El cristiano -también el cristiano de nuestros días- no es el que acepta el sufrimiento sin más, sino quien conoce el sentido de dicho sufrimiento, quien lo acepta por amor sabiendo que Cristo -que nos dio ejemplo en este camino- multiplicará el valor de nuestro sufrimiento y conseguirá que produzca efectos incalculables, tan inmensos como los tuvo su propia pasión: la liberación del hombre del mal y su redención plena.


Porque cuando se le da un sentido al sufrimiento, éste empieza a ser útil(1). Así lo entendieron tantos santos: atesoraban el sufrimiento como el avaro sus monedas. __________________
(1) Esto no es sólo una recomendación ascética, sino que es también una terapia psicológica: en dar sentido al sufrimiento se basa la Logoterapia de Víctor Frankl.

Feliz Navidad

En Navidad recordamos la venida de Dios a la Tierra, porque quiso compartir con nosotros la condición humana; es un simple recordatorio, pero sería bueno aprovechar para recibirle en nuestro corazón, si los agobios del año nos han hecho desalojarle de él. Y abrir nuestro corazón también a tantas personas a las que también desalojamos con demasiada facilidad.

Feliz Navidad.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Antiguo y Nuevo Testamento

Estamos en tiempo de Adviento, rememorando la época en la que se esperaba la llegada del Señor, lo que efectivamente ocurrió hace 2009 años. Pero este recuerdo se hace con una fundamental diferencia: aquellos hombres no sabían cómo iba a influir en sus vidas la venida del Mesías (de hecho, tenían una idea muy equivocada sobre la misión del Mesías); y nosotros sabemos perfectamente qué es lo que vino Jesús a cambiar en el mundo. Ahora tenemos la certeza de que no vino a proclamar la hegemonía de Israel sobre todas las naciones, sino para abrir su mensaje a todos los pueblos: a universalizar (esto es lo que significa "católico") el Reino, rechazando cualquier tentación "nacionalista" por parte del pueblo elegido. Pero también se produce otro cambio fundamental que suele pasar inadvertido. La gran diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento es la actitud de Dios con los hombres.

Durante todo el Antiguo Testamento Dios defiende a su pueblo de sus enemigos (salvo cuando le quiere dar un escarmiento por su infidelidad). Así ocurre con Abraham y los amorreos, con la destrucción de Sodoma y Gomorra, cuando les saca de Egipto y destruye al ejército del faraón, cuando les entrega la Tierra Prometida, cuando Elías acaba con los sacerdotes de Baal o cuando David les libera de los filisteos: Dios aniquila el mal en beneficio de su pueblo. Pero en el Nuevo Testamento cambia radicalmente esta "estrategia": ahora se combate el mal, se redime al pueblo, ofreciéndose Dios mismo como víctima y el Imperio Romano cae a base de mártires. Ya no sale Dios en nuestra ayuda cada vez que estamos en peligro. Ahora lo que se exige es que se conjure el mal con el propio sacrificio. Por decirlo con palabras del apóstol Pablo: "que completemos en nuestro cuerpo lo que le falta a la pasión de Cristo, a la redención".

Con la llegada del Señor se produce un cambio radical en nuestra relación con el mal: ahora somos nosotros los que tenemos que inmolarnos para conseguir la conversión de los enemigos, siguiendo el ejemplo de Cristo. Es una de las muchas paradojas de Dios: exige el sufrimiento del Justo para el perdón del pecador.

De esta forma, el sufrimiento ya no es algo a evitar, sino fuente de salvación.