martes, 30 de junio de 2009

Sigamos hablando de amor

Amar es difuminar los limites de la propia persona: yo no sólo soy yo, sino que también soy algo tú; y tú eres algo yo; lo mio es nuestro y lo tuyo es nuestro. Por esto, después de un auténtico amor, restablecer los límites de la propia persona es traumático; es como una amputación de partes que ya son yo, que me pertenecen.

Si llevamos esto al orden sobrenatural, comprobamos que Dios, al amarnos, nos posee; pero también nos diviniza si le amamos, porque empezamos a ser algo de Dios. Nosotros somos totalmente de Él, por eso necesitamos que Él este también en nosotros: es nuestro fin natural y sobrenatural.

Y lo mismo ocurre con nuestros hermanos cristianos: el amor de Cristo nos funde en un mismo cuerpo místico: "ut omnes unum sint sicut Tu Pater in me et ego in te" (que todos seamos uno como Tú Padre en mí y Yo en Ti). Pero nos funde en Dios, en Cristo, mientras estamos unidos a Él. Por esto, para llegar al fondo de alguien el mejor camino es Cristo -unirse al Él, identificarse con Él-, ya que de esta forma todos seremos uno.

No es "metiéndonos en el mundo" como nos acercamos a los demás, sino alejándonos del mundo y acercándonos a Dios: si estamos identificados con Cristo, el hermano nos reconocerá mejor que si tratamos de imitarle, de semejarnos a él.

domingo, 28 de junio de 2009

¿Justicia o misericordia?

Desde siempre los cristianos nos hemos planteado como contrapuestas estas dos cualidades de Dios: es tanto infinitamente justo como infinitamente misericordioso; no acertamos a entender cómo se pueden compaginar.

Creo que he resuelto el misterio: la misericordia de Dios es su justicia impartida con las razones de su corazón. En Dios la justicia es igual a la misericordia. Si nosotros las distinguimos es porque utilizamos nuestra razón humana para impartir justicia; y utilizamos nuestro amor -la razón emocional- para obrar con misericordia. Pero Dios es uno y simple: siempre actúa con todo su ser, que es amor. En Él, justicia y misericordia son lo mismo, pero con parámetros distintos de los humanos. Nosotros sólo podemos entender la justicia como el veredicto alcanzado en función de los actos probados, la norma que los regula y la interpretación lógica que de todo esto haga el juez. No es un reproche, ya que no podríamos establecer un sistema judicial basado en nuestra razón emocional, que es intuitiva, no explicable ni transmisible; y que sólo el amor entiende.


Iré un poco más lejos. Por supuesto, es la razón emocional la que esta más cerca de la fe. Es más, fe y razón se contraponen como modo de conocimiento: no es que la fe nos haga creer cosas irracionales, sino que -por definición- no se puede alcanzar la fe por la simple razón. La fe nos ha de ser revelada para poder ser admitida por nosotros. La fe entra por el corazón y no por la cabeza: depende más de la intuición que de los sentidos.


Y lo mismo ocurre con nuestro conocimiento de Dios: sólo por la fe y la intuición podremos aproximarnos un poco a su naturaleza. La razón no es mala; pero sólo es un instrumento que Dios nos da para que entendamos y dominemos la creación. No podemos pretender utilizar ese mismo instrumento para entender y dominar al mismo Dios que nos lo ha dado. Nuestra única relación con Dios pasa por la fe; sólo con mucha humildad podemos utilizar la razón y la ciencia, para ampliar el conocimiento de Dios que se nos da por la revelación; pero sin esa humildad, el resultado es el contrario del que buscamos: la razón soberbia nos separará de Dios.


El ejemplo más claro que tenemos es la Eucaristía: sin fe humilde no se entiende este misterio. Pretender comprenderlo con la razón sería como si un ordenador quisiese entender y compartir nuestros sentimientos humanos con su programación de bits positivos y negativos.

Si queremos entender a Dios, deberemos atenernos a lo que nos ha revelado sobre sí mismo; y utilizar con mucha humildad los medios que ha puesto a nuestro alcance: fe y amor.

jueves, 25 de junio de 2009

El amor tiene razones que la razón no entiende

El amor tiene razones que la razón no entiende. Esto lo hemos experimentado todos con cierta frecuencia: sentimos la necesidad de actuar sin una razón lógica o, incluso, en contra de toda lógica. Ésta es la característica peculiar del enamoramiento.

En principio, como seres racionales que somos, es mejor que en nuestra vida nos dejemos aconsejar por la lógica; y que actuemos en base a razones de peso si queremos alcanzar nuestros objetivos humanos.

Pero si el objetivo que buscamos es la felicidad, entonces no está tan claro que sea la razón la que nos la pueda proporcionar: nadie es feliz a base de encadenar razonamientos. La felicidad tiene mucho más que ver con el amor que con la filosofía o la técnica. Tanto a nivel personal como social: será el amor el que nos consiga una sociedad más humana, un mundo más justo, en el que merezca la pena vivir. Entonces, ¿por qué hacemos más caso a las razones de nuestra lógica, que a las razones de nuestro amor?, por muy evidentes que aquéllas se presenten y muy inseguras que éstas aparezcan.

Desde que la revolución francesa entronizó la razón, hemos desechado las otras formas de conocimiento (la intuición y la fe), a pesar de que la historia nos revela que este mundo más lógico y científico no nos ha traído la felicidad que esperábamos (de hecho, la "diosa razón" provocó en Francia la "época del terror" presidida por la guillotina, el periodo más negro de su historia).

Exigimos razones para todo; pero no todo es posible razonarlo. Es muy habitual entre los jóvenes el siguiente planteamiento: "si no consigues convencerme de que algo es malo, no puedes prohibírmelo". Y no caen en la cuenta de que si algo es malo, lo seguirá siendo a pesar de mi falta de capacidad para convencerles (o de su falta de capacidad para entenderlo). Quizá sea esta la razón por la que se les puede ver disfrutando con tantas cosas que, a medio plazo, acabarán destruyéndoles; y entonces se quejarán: ¡nadie me lo advirtió!; cuando deberían decir: ¡nadie me convenció de que era malo!

No me acaba de convencer ese afán actual de intentar razonar toda la fe y la moral. Hay que ser razonables; pero la razón no puede tener ni la única ni la última palabra. Si se trata de buscar la felicidad -temporal o eterna-, la intuición y la fe son mejores consejeras que el razonamiento o la ciencia.

lunes, 22 de junio de 2009

Podríamos dividirnos en tres tipos

Podríamos dividir a la humanidad en tres tipos de personas:

Los que piensan que el hombre es el fruto casual de la evolución de la materia. Por lo tanto, sería uno más de los animales, el animal racional, el nivel superior de la escala evolutiva; pero como tenemos libertad, podemos resultar dañinos al resto de los seres vivos y alterar el "casual" proceso evolutivo. Son los partidarios del "proyecto simio", que preferirían que esta especie tan peligrosa desapareciese de la faz de la Tierra; y así la materia pudiese seguir con su evolución sin interferencias. A la postre, igualan a todos los hombres asignándoles el último puesto de la creación; aunque con frecuencia algunos de ellos creen haber encontrado el sistema perfecto y se consideran en el derecho de imponérselo al resto de la masa.

Después están los que se consideran el centro del universo: la inteligencia humana debe someter todo al servicio del hombre, muy especialmente al servicio de aquellos hombres que con su inteligencia ayudan al progreso de la especie humana. Son los partidarios del Nuevo Orden Mundial y miembros del Club Bilderberg. No les preocupa cómo ha sucedido; pero si el destino les ha puesto al frente de la humanidad, ellos deben dirigirla del modo que más convenga a sus intereses: una humanidad narcotizada por el hedonismo y el materialismo que -pensando que actúa libremente- les permita el control total y disfrutar de sus privilegios en paz. Por supuesto, cualquier ideología o creencia distinta de las que ellos propagan supone una amenaza a su hegemonía y debe ser exterminada... disimuladamente, sin imposiciones, que parezca una modificación paulatina y lógica de las costumbres sociales: hay que preservar la paz (al menos aparentemente) para que el sistema financiero mundial (que es el instrumento del poder) no sufra.

Por fin, estamos los que creemos que la evolución ha sido minuciosamente planeada por una inteligencia superior. Que el hombre es el culmen de dicha evolución con una diferencia cualitativa inmensa con los demás seres: tiene dignidad personal, valor en sí mismo, porque ha sido expresamente querido por el Creador. Esto nos encuadra en una categoría tan especial, que iguala a todos los hombres reduciendo al mínimo las diferencias que, ante la sociedad descreída, pudiesen parecer muy grandes. Pero también nos impone obligaciones: tenemos que corresponder al querer de Dios con nuestra libre voluntad; y habitualmente tendremos que responder queriendo a los demás seres que Dios quiere. En definitiva, buscar el bien común por los caminos que nuestro creador nos ha revelado.

Aparentemente, el primer grupo ha quedado superado con la caída de los absolutismos socialistas o nacional-socialistas. El segundo grupo está ahora mismo en pleno desarrollo, muy cerca ya de alcanzar sus objetivos. Pero se encuentra con un escollo terco y recalcitrante, que ni se deja comprar ni se deja convencer...; y por esto tratan de anularlo, de excluirlo de la sociedad progresista: el Cristianismo, como viene haciendo desde hace dos mil años, se opone a cualquier poder humano que quiera someterlo...; y lo seguirá haciendo dentro de otros dos mil años, cuando esta sociedad progresista y prepotente sea historia, como lo es la antigua sociedad romana, a la que tanto se parece.

Dicho esto: ¿en qué grupo queremos encuadrarnos?

viernes, 19 de junio de 2009

Pero..., ¡Satanás sí existe!

Efectivamente, Satanás sí existe. De hecho es uno de los temás más recurrentes en el Evangelio. Entoces, ¿es que el mal sí existe?

La realidad es que Satanás no produce el mal, sino que lo que hace es tratar de alejarnos del bien -de Dios- produciendo la ausencia de bien, el vacío absoluto. Por esto, en el imposible supuesto de que llegase a triunfar sobre las fuerzas divinas, no lograría establecer el reino que pretende, sino la nada: reinaría sobre el vacío, porque donde no hay bien, no hay nada.

Este es el terrible engaño al que pretende someternos el maligno: nos ofrece todo su poder a cambio de dar la espalda a Dios; pero a la postre su poder es el vacío.

Y es que no hay alternativa posible: o Dios, o nada.

jueves, 18 de junio de 2009

El mal no existe.

Los maniqueos creían que existían dos principios creadores -el bien y el mal, ambos con igual poder- que luchaban constantemente para lograr imponerse al otro.

La realidad es mucho más sencilla: sólo existe el bien, la belleza, la verdad. El mal, la fealdad y la mentira no son más que el vacío que queda cuando aquéllos están ausentes. Lo que sí existe es la "posibilidad de ausencia"; y esta posibilidad fue expresamente querida por Dios, cuando eligió hacernos libres. El mal y la mentira no existen, son el hueco que aparece cuando el hombre, en uso de su libertad, decide rechazar el bien y la verdad.

Y esto no sólo ocurre con el mal moral: incluso el mal material -la enfermedad, la muerte-, son habitualmente consecuencias de nuestra libertad y del mal uso que hacemos de ella.

Y tantas otras cosas que ni siquiera son males, sino ausencia de bienes a los que no tenemos derecho o que no nos resultan imprescindibles, pero que nuestra soberbia y nuestra envidia exigen.

Incluso nos atrevemos a considerar males aquellas cosas que, limitando nuestra libertad, nos permiten permanecer en el bien que nos empeñamos en rechazar.

Otras veces, simplemente nos tapamos los ojos para no ver el bien y así poder decir que no existe, que solo cabe conformarse con el mal y no podemos aspirar a otra cosa.

Por todo esto, me llamó poderosamente la atención la definición de pecado que leí en un libro cuyo título ya no recuerdo:

Pecado es la voluntad de experimentar el mal, habiendo conocido previamente el bien.

Es decir, empeñarnos en vaciar lo que estaba lleno.

lunes, 15 de junio de 2009

¿Es Dios un invento provocado por el miedo?

Después de varios meses, me he sacudido la pereza mental y vuelvo a compartir las ideas que se me van ocurriendo.

Esta vez, escribo impulsado por una pintada que leí el pasado sábado, justo enfrente de la casa de ejercicios en la que estaba haciendo un retiro espiritual. Alguien había llegado a la siguiente conclusión y se había visto en la obligación de comunicárnosla:

"Dios es un invento del hombre provocado por el miedo"

Quizá, el pensador que escribió esto lo hizo tras comprobar que, efectivamente, los que no creen en Dios pasan mucho más miedo que los que creemos (entre otros, el miedo a equivocarse y rechazar a un Dios que les ama). Quizá pensó que si nosotros no tenemos miedo es porque nos hemos "inventado" este antídoto. Lo que sí es seguro es que conoce bien poco a este Dios al que califica de "invento".

Si se hubiese molestado en conocerle un poco mejor, se habría dado cuenta de que, en todo caso, Dios sería un invento del amor, no del temor. Sabría que Dios se revela al hombre para comunicarle su amor, no para meterle miedo; y el hombre ve la posibilidad de saciar su necesidad de amar, aceptando el amor de este Dios que le ha creado y a quien todo se lo debe.

Y entonces, una vez conocido Dios, es cuando nos entra el miedo; pero no el miedo a Dios, ni el miedo al mundo, sino el miedo a separarnos de Dios, el miedo a volverle la espalda y perder su gracia, el miedo a quedarnos sin Él. Éste es el único miedo que el creyente se puede consentir. El temor de Dios bien entendido no es el miedo al castigo divino, sino el miedo a defraudarle.

Y mientras tanto, los no creyentes siguen teniendo miedo de todo lo que puede pasarles. Desconocedores de la providencia divina se quedan en manos del fatídico destino, que no tiene ni rumbo ni misericordia con el hombre. Y se temen siempre lo peor (en las últimas epidemias de gripe aviar y gripe porcina tenemos un buen ejemplo: a pesar de que no han sido mucho más graves que la gripe común, se extendió el miedo a que el virus mutase y causase una inmensa pandemia) y tratan con sus escasos medios de oponerse a las fuerzas de la naturaleza (terremotos, maremotos, inundaciones, etc...). Lo curioso es que, por contraste, se ríen de aquello de lo que sí deberían tener miedo: las aberraciones morales que darán al traste con la sociedad occidental y les pueden alejar definitivamente de su Creador.

No, Dios no es un producto del miedo, sino que el miedo es producto de la ausencia de Dios.