miércoles, 5 de septiembre de 2012

La moral también es importante


El Cristianismo no es una moral; y ni siquiera la moral es lo principal de la Fe cristiana. Pero esto no significa que la moral sea algo prescindible.

La moral es lo que regula las relaciones del hombre con Dios, preserva la auténtica naturaleza humana y regula las relaciones entre los hombre. Son las tres dimensiones fundamentales de la vida terrestre del hombre. Por supuesto, en la otra vida ya no habrá ni Fe ni Esperanza ni moral: sólo Caridad.

El hombre moderno, que se considera liberado de todo límite -incluso los límites que le pueda imponer su propia naturaleza-, sólo reconoce la tercera dimensión de la moral: la que regula las relaciones entre los hombres. Y esto no por altruismo, sino por la imperiosa necesidad de establecer normas que me protejan de los abusos ajenos: sin un reglamento de conducta, los demás podrían hacerme a mí lo que quisieran.

El hombre actual no admite una moral que le imponga una conducta concreta hacia su Creador o para consigo mismo, ya que eso sería un límite inconcebible a su libertad: que el Creador me proporcione la existencia y los medios para disfrutarla, pero que me permita hacerlo incluso en contra de la propia naturaleza que ha creado. Si Dios es amor, ¿cómo no va a consentírmelo todo? Si no hago mal a nadie, todo me está permitido.

Y Dios, efectivamente, todo lo consiente –a veces nos quejamos precisamente de esto, de que consiente demasiado “a los demás” en nuestro perjuicio-; pero eso no significa que nuestra conducta consentida no provoque males a nosotros y a os demás. Si el hombre se olvida de quién es y para qué fue creado, o si el hombre se aleja de la conducta propia de su naturaleza, entonces acabará haciendo mal a los demás, porque tampoco podrá cumplir con la dimensión social de la moral, la única que en principio admite. Y esto es así, porque si fomentamos nuestra vanidad, nuestra codicia, nuestra avaricia, nuestra lujuria o nuestra ira, entonces ¿cómo vamos a poder cumplir el reglamento social que sí nos hemos impuesto? Hemos diseñado sociedades perfectas; pero consentimos que cada uno de los individuos que las formas sean todo lo imperfectos que quieran; y, claro, así no hay forma de alcanzar la perfección colectiva.

Un ejemplo podría ser nuestro modelo democrático. En teoría es perfecto: el gobierno del pueblo para el pueblo, ejercido por quienes el pueblo elige y según el programa que éstos han propuesto. Pero en la práctica ha resultado tan tiránico como cualquiera de los sátrapas de regímenes absolutistas. ¿Por qué? Pues porque no nos hemos preocupado de que los hombres que ejercen el poder se preocupen primero de ser ellos mismos lo más perfectos posibles; y porque los electores no elijen lo mejor para la comunidad, sino lo que ellos mismos más interesa.

La moralidad privada del individuo es tan importante como la pública, porque sin individuos buenos no habrá sociedades buenas (por muy bien diseñadas que estén). Como dice C S Lewis, “nada, salvo el valor y la generosidad de los individuos, conseguirá que ningún sistema funcione correctamente”.

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