martes, 11 de septiembre de 2012

Y existe una moral pública


Entendemos por moral pública la moral colectiva de la sociedad que la guía hacia su fin natural; es decir, aquella que permite a la sociedad alcanzar sus fines. Decíamos en la última entrada que sin individuos buenos no se pueden tener sociedades buenas, por muy bien diseñadas que estén… Pues sin una moral pública lo que no puede hacerse es diseñar bien la sociedad, establecer sus fines correctos y el modo de alcanzarlos. ¿De qué les sirvió a los nazis la disciplina y abnegación de sus soldados y ciudadanos (que en sí mismas son virtudes apreciables), si los fines perseguidos les llevaban a la autodestrucción?

La moral pública, esa parte de la Ley Natural que afecta al hombre como individuo social, es tan necesaria como la privada: si se desconoce el destino del hombre, difícilmente se le puede llevar a buen puerto, por muy bueno que sea el barco y a pesar de la pericia de los marineros.

El Cristianismo tiene muchas y buenas ideas sobre esa moral pública; y, de hecho, son las ideas cristianas las que construyeron Occidente hasta nuestros días (por mucho que hoy se quiera ocultar).

Y yo creo que esas ideas en su esencia siguen siendo válidas. Es absurdo rechazarlas de plano simplemente porque provienen del ámbito de las creencias: deben analizarse; y, si son válidas, aplicarlas.

Pero quede claro que el Cristianismo no es un modelo político, por lo que serán los cristianos los que propongan y apliquen las medidas concretas que en cada circunstancia les parezcan más convenientes. Por lo tanto, ni ningún cristiano puede pretender monopolizar la “política cristiana”, ni existe un “partido cristiano”; lo más que puede existir son partidos de inspiración cristiana, diversos e incluso con soluciones opuestas para un mismo problema

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