lunes, 2 de diciembre de 2013

La misericordia y la exigencia (2)

Continuamos con la entrada anterior, para poner de manifiesto el aspecto opuesto al que mostrábamos allí.
Y es que también hay otros pasajes del Evangelio que nos muestran todo lo contrario: un Cristo exigente y justo, que reprocha los pecados y denuncia al pecador. Y no tiene el menor reparo en mencionar el destino que les espera: la gehena del fuego inextinguible, en donde habrá llantos y rechinar de dientes
Así lo vemos en la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31); con los fariseos hipócritas a los que llama sepulcros blanqueados, raza de víboras y les dice que no escaparán del infierno (Mt 23, 27-35); con el fariseo que ocupa el primer puesto en el Templo y que no bajó justificado después de rezar soberbiamente (Lc 18, 9-14); con Herodes (Lc 13, 31-32); con los escandalizadores (Mt 18, 6-9); y afirma que más vale cortarse la mano que pecar; que no soporta a los que se burlan de la Ley; y que nos exige “ser perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto…” (Mt 5, 43-48), que pasemos por “la puerta estrecha…” (Lc 13, 22-30); y afirma que “quien no coge su cruz y me sigue…” (Mt 10, 38) o “el que pone la mano en el arado y mira atrás…” (Lc 9, 57-62).
Quizá el mayor contraste se da entre aquello de Bienaventurados los pacíficos y la violenta expulsión del templo de los mercaderes, haciendo un látigo con cuerdas… (Jn 2, 13-17).
¿Cómo compaginar ambas actitudes? ¿Cómo discernir cuál debe ser nuestra conducta a la vista de tan dispares ejemplos?
Creo que la respuesta se encuentra en ese sitio que Cristo conocía tan bien: nuestro corazón.

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