jueves, 19 de marzo de 2009

El infierno y la confesión

Se pone en duda la existencia del infierno, incluso del purgatorio, porque se piensa que su mención disuadiría a aquellos que pudieran acercarse a nuestra Fe. Es este un planteamiento erróneo: nuestro Señor no dudó en hablar del infierno -llanto y crujir de dientes; la gehena del fuego inextinguible- a aquellos que se acercaban a escucharle. Y no voy a ser yo quien le enmiende la plana.

El infierno existe, entre otras cosas, porque es una consecuencia de la libertad humana: debe haber un lugar al que puedan ir aquellos que, en uso de su libertad, decidan rechazar a Dios. Si el hombre es libre, el amor es la manifestación por antonomasia de esa libertad: no se puede obligar a amar a nadie; y el que no quiera amar a Dios, tendrá que tener un sitio bien alejado de Dios. El primer inquilino del infierno es Lucifer, que se negó a amar a Dios (quizá porque se creyó superior a Él). Pero puede haber muchos más: todos aquellos soberbios que rechacen a Dios porque prefieren amarse sólo a sí mismos.

Y no sólo hay que hablar de la mera existencia del infierno, sino que hay que informar de que es un lugar de horror en el que no es posible ni amar ni ser amado: en donde el egoísmo que nos consumió en vida, nos seguirá consumiendo toda la eternidad. Los pastores no tienen derecho a ocultar esta realidad, a negarla o a mostrárnosla con paños calientes. Hay que hablar con toda crudeza -aún a riesgo de parecer medievales-, a ver si lo que no consigue el amor de Dios lo consigue la amenaza del castigo cierto; el miedo a quedar separado eternamente de Él.

Sin necesidad de llegar al castigo eterno, también hay que hablar del purgatorio: el estado en el que sufrimos una angustia inmensa por darnos cuenta de manera evidente que hemos desperdiciado nuestro paso por la Tierra, y que hemos dado la espalda a quien sólo pretendía amarnos.

Y los Pastores tienen obligación de hablar de todo esto -que puede parecer muy catastrófico-, porque la solución está al alcance de cualquiera. Lo que ocurre es que de la solución tampoco se habla: la Confesión sacramental. Es también infame que nuestros pastores nos oculten esta otra realidad, porque el que sólo pretendía amarnos y nos pide amor, estableció la vía de reconciliación más sencilla y asombrosa que existe: simplemente tenemos que reconocer nuestra culpa ante Jesús-sacerdote y quedamos perdonados. ¡Ya quisiéramos que la justicia humana nos absolviese cuando reconociésemos nuestra culpa!; ó que el Banco nos perdonase la deuda ¡cuando reconocemos que les debemos un dinero que no podemos pagar!

Pues parece que a muchos esta maravilla de amor y de perdón no les parece suficientemente buena como para difundirla; y, claro, si no hablan del perdón, tampoco pueden hablar del castigo, que suena desproporcionado. Piensan que es mejor ocultar todo, esconder las maravillas divinas a los hombres y dejar que se las compongan como puedan. ¡Y se llaman progresistas! Lo que sí es una barbaridad es ocultar ambas realidades y dejar al hombre a su suerte, y cerrándole el camino de vuelta.

Además, lo único desproporcionado es el Cielo, esa maravilla de amor a la que no tenemos ningún derecho y que nos fue conquistada por Cristo con su muerte. El infierno y el purgatorio no serán castigos desproporcionados, porque ni siquiera serán castigos, sino diagnósticos: ante la Verdad divina y la realidad de nuestra vida, sufriremos la angustia derivada de nuestro egoísmo y nuestras estupideces; y en ella permaneceremos temporal o eternamente.

¡No!, los Pastores no tienen derecho a esconder estas realidades.

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