lunes, 15 de octubre de 2007

El jardín del alma

Otra de las equivocaciones al presentar el Cristianismo a personas que se acercan a conocerlo, es empeñarse en hacerles un catálogo de cosas que deben evitar. Me explicaré con otro ejemplo.

Ahora nos tenemos que imaginar que nuestra alma es como un jardín: en esa tierra pueden crecer tanto las flores más bonitas como los cardos y malas hierbas.

Si nos dedicásemos exclusivamente a arrancar las malas hierbas y cortar los cardos, conseguiríamos un terreno limpio, pero no un jardín. Si cultivamos flores preciosas, pero no eliminamos las malas hierbas, el jardín no podrá lucir y éstas acabarán marchitando a aquéllas. El ideal es hacer ambas cosas: cultivar lo bonito y arrancar lo feo.

Así pasa en nuestra alma: si sólo nos limitamos a evitar los pecados y cumplir rutinariamente las normas, tendremos un alma limpia pero no hermosa. Por otra parte, pretender hacer obras buenas sin evitar el pecado sería un absurdo que nos llevaría a tener un alma aborrecible.

Quizá la táctica más acorde con el mensaje evangélico sea cultivar activamente las obras buenas y esforzarnos para eliminar las malas obras en cuanto aparezcan; pero teniendo muy claro que lo importante es lo primero. Dedicarse obsesivamente a luchar contra el pecado no tendría sentido si simultáneamente no cultivamos las obras buenas: tener un terreno limpio en el que no lucen ni el amor a Dios ni el amor al prójimo, podrá ser filantropía, pero en ningún caso será cristianismo.

Santa Teresa de Jesús lo explicaba en sus memorias: la lucha debe ponerse entre hacer el bien o hacer un bien mejor... el que así actúa ya tratará de rechazar el mal.


Explicar nuestra Religión

Mucha gente se acerca a la Religión Católica con el ánimo de enterarse de qué se trata; sobre todo en nuestros días en los que muchos se han educado en un laicismo radical, ajeno a toda religión. Pero no resulta fácil esta tarea de explicar nuestra Religión. Unos prefieren contar la historia de la salvación; otros se empeñan en relatar las obligaciones y mandamientos principales de nuestra fe; pero muy probablemente, ninguno de ellos alcance su cometido.

Explicar la Religión sin vivirla, es como tratar de explicar el deporte del esquí sin practicarlo. Os imagináis que alguien os embutiese en un traje térmico, os calzase unas botas enormes, unos guantes que anulan todo tacto, un casco y unas gafas que impiden la mayor parte de la visión y que os enganchase a unas tablas de dos metros de largo... ¡y después pretendiese convenceros de que todo ello es magnífico! ¡que el deporte del esquí es alucinante! Lo más probable es que todo ese equipo os parezca un agobio, que os lo quitaseis y que no quisieseis ni oír hablar del esquí nunca más. Si nos cargan con toda la impedimenta, pero no nos permiten comprobar en la práctica la maravilla que es volar sobre la nieve, pensaremos que es locura llevar todos esos estorbos. Pero si, por el contrario, empezasen por enseñarnos a deslizarnos por la nieve con un equipo ligero; y llegásemos a entusiasmarnos con ello, entonces seríamos nosotros los que exigiríamos un equipo cada vez más sofisticado con objeto de profundizar en ese deporte. Y es que hay cosas que es necesario experimentarlas para poder comprenderlas y apreciarlas.

Lo mismo ocurre con la religión, si nos cargamos con la impedimenta pero no tenemos una experiencia de Dios, entonces no sabremos para qué sirven todas esas normas y ritos. Así, quien practica las normas católicas sin llegar a experimentar el amor de Dios y de los demás, quedará defraudado. Por el contrario, muchas personas que han tenido una experiencia de Dios, después han comprendido nuestra Religión, y han incorporado a su vida todo aquello que posibilitaba continuar e incrementar su trato con Dios.

Quizá sea mejor empezar siempre mostrando amor... y lo demás lo entenderán fácilmente.