domingo, 22 de marzo de 2020

El coronavirus

Vive el mundo una etapa convulsa por culpa de un microscópico organismo. Algo que es imposible ver si no es con un microscopio trae en jaque a la humanidad y toda su organización: instituciones, sociedad, economía.
Ahora que el hombre se creía Dios, porque pensaba que por fin dominaba la creación, nos damos cuenta de que dependemos de factores que en modo alguno podemos controlar.
El hombre, como Dios,  ya podía estar en todas partes a la vez, mediante internet.
Los desplazamientos son instantáneos: puedo hablar y ver a alguien de las antípodas con el teléfono que llevo en el bolsillo.
La técnica y la informática están dominadas.
Conocemos tanto el universo como las partículas elementales.
Y hemos descubierto el cuaderno de apuntes de Dios (el ADN) y podemos crear y replicar vida.
Por otra parte, nos constituimos dueños de la vida y decidimos quién puede y quien no puede vivir: el aborto y la eutanasia ya son derechos en muchos países.
Nunca el hombre se pudo sentir más orgulloso de sus logros.
Sólo nos faltaba controlar el cambio climático para poder desafiar sin miedo a Dios.

Pero, como suele ocurrir, este enorme hombre tecnológico tenía los pies de barro. Y ese barro se llama miedo. Más que miedo, pánico: un microorganismo nos ha arrancado de golpe todo lo que teníamos:
Nos ha confinado en nuestras casas.
Ha interrumpido la enseñanza.
Aplica la eutanasia sin nuestra autorización (y muy probablemente también esté acabando con jóvenes que padecían otras patologías).
Toda la economía financiera se ha evaporado en unas cuantas sesiones de Bolsa.
La economía productiva se ha paralizado.
Nos ha demostrado lo equivocados que estaba nuestros miedos anteriores a una posible guerra nuclear o el cambio climático.
El microscópico virus ha afectado más a la sociedad y la economía que cualquiera de las grandes guerras mundiales.

Todo, porque tenemos miedo de perder nuestras privilegiadas vidas, porque no nos creemos que la vida posterior sea infinitamente mejor que la presente, porque nos hemos dado cuenta que el señor de la vida no es el hombre, sino el virus. Que todo el mundo moderno no es más que un castillo de naipes. Que nuestras seguras seguridades no tenían ningún fundamento, porque no se apoyaban en Aquél que todo lo puede.

Dicen que es un castigo de Dios. No es cierto. El hombre se basta para destruirse a sí mismo sin necesidad de la intervención divina. Al contrario, cuando la estupidez humana llegue al límite, será Dios quien nos saque de esta.

Y deberíamos aprovechar para construir un nuevo mundo mucho más humano, que no es otra cosa que construir el mundo que Dios quiso que hiciésemos: basado más en el amor que en la competencia; más en el trabajo que en la especulación; más en la producción que en la intermediación; y en donde toda vida se respete simplemente porque cada persona es capaz de amar y sentirse amado, al margen de su capacidad productiva o financiera.

Todo será para bien, seguro.
Mientras tanto, consolemos a los que sufren.

No hay comentarios:

Publicar un comentario