lunes, 3 de febrero de 2014

Cristianismo y nacionalismos

Una de las cosas que más le costó a Cristo enseñar a sus discípulos es la vocación universal del Cristianismo: con la venida del Reino de Dios, el Evangelio pasa a ser propiedad de toda la humanidad, sin distinción de cultura nación ni raza. Y les costó entenderlo porque hasta entonces Dios había sido sólo para el pueblo de Israel... Quizá el primero en comprenderlo y ponerlo en práctica fue San Pablo; y esta apertura le costó más de un disgusto entre los judíos e incluso entre los discípulos.
Por esto la Iglesia que continúa la tradición apostólica desde Roma se llama Iglesia Católica, entendiendo este término como universal... Y al igual de las demás confesiones cristianas, trata de llevar el mensaje evangélico a todo el mundo.
Si hay algo contrario al espíritu del cristianismo es esa cortedad de miras de quien, por defender sus costumbres o su lengua, rechaza la de los demás. Y los nacionalismos, muy habitualmente, caen en este defecto... Es de bien nacido amar la propia tierra, la propia cultura y la propia lengua; pero es mera soberbia encerrarse en ellas y rechazar al que no las comparte. 
No siempre los clérigos lo han entendido así y con frecuencia se alinean con posturas nacionalistas excluyentes, creyendo que así hacen un servicio a la fe. Nada más opuesto a la realidad del cristianismo.
El Papa Francisco dedica un párrafo de su exhortación Evangelii Gaudium a este asunto. Y aunque se refiere a los gobiernos... sería plenamente aplicable a las Diócesis: 
Por ello, exhorto a los países a una generosa apertura, que en lugar de temer la destrucción de la identidad local sea capaz de crear nuevas síntesis culturales. ¡Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento del otro!

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