miércoles, 13 de febrero de 2019

El dolor es la prueba del amor.

Ya he comentado en alguna entrada anterior que el dolor es la prueba inequívoca del amor: si alguien está dispuesto a sufrir por otro es indudable que lo hace porque lo ama. 
Quizá otra prueba del amor es la alegría: no sólo com-padecerse con el otro es prueba de que lo amamos, sino que "com-alegrarse" (es decir: alegrarse de la felicidad o los éxitos ajenos) también es una forma de demostrar que se ama, ya que ni el dolor ni la alegría por el bien ajeno nos proporcionan personalmente nada de lo que podamos sacar un provecho (si es que amar no fuese ya en sí mismo suficiente provecho).

Por el contrario, el placer suele ser una prueba muy sospechosa del amor, porque cuando disfrutamos con el otro es difícil distinguir cuándo lo hacemos para nuestro propio placer y cuándo lo hacemos para proporcionar ese placer al otro: habitualmente estas dos situaciones son indisociables. 

Pienso ahora en nuestro maestro del amor (habría que poner ambas con mayúscula: Maestro y Amor), que no es otro que Cristo. Evidentemente, Él nos demostró su amor sufriendo gratuitamente por nosotros; pero también demostró su amor a los demás compartiendo con ellos los ratos agradables, su felicidad: en las bodas de Caná de Galilea y en tantos banquetes a los que asistió porque era invitado o porque su anfitrión quería demostrar la alegría de haberlo conocido. Fue tan habitual su voluntad de compartir la alegría de los demás, que los fariseos llegaron a reprochárselo:  "come con publicanos y pecadores".

Pero, si no me falla la memoria, Cristo no se molestó en dejarnos ni un solo ejemplo de demostración de su amor por la vía del placer. Y esto es lo que me hace afirmarme en mi opinión de que el placer es una prueba sospechosa del amor.


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