domingo, 15 de diciembre de 2019

La cabeza y el corazón

Hace poco, un sacerdote sabio me ha dado un gran consejo: no dejes que lo malo de tu cabeza pase a tu corazón. Me pareció lógico; pero he tardado en comprenderlo en profundidad.

Nuestra naturaleza humana, dañada por el pecado, permite que en nuestra cabeza se susciten pensamientos malos: el odio, la envidia, el rencor, la impureza, la avaricia y otros muchos.
Quizá esto es inevitable, porque son reacciones instintivas o generadas porque llevamos mucho tiempo sin combatirlas y permitiendo que se adueñen de nuestra cabeza.

Pero lo que sí podemos hacer es evitar que esos sentimientos negativos lleguen y se apoderen de nuestro corazón. Reaccionar a tiempo y rechazarlos, aunque sigan martilleando en nuestra cabeza para abrirse paso. Es sencillo: simplemente que nuestro corazón los rechace, que no quiera tenerlos.
Que ante el odio que nos suscita nuestro enemigo, nuestro corazón quiera amarlo, aunque no pueda. Y ante la envidia por el bien ajeno que nosotros deseamos; que nuestro corazón quiera alegrarse por el otro. Y ante el rencor, desear poder perdonar e incluso olvidar. Y ante la avaricia, querer tener un corazón generoso. Y ante la impureza, que nuestro corazón desee el bien del otro, en vez de desear al otro para nuestro placer.

Éste sería el Reino de Dios en la Tierra: que en nuestros corazones no se asentase nunca el mal de nuestras cabezas.

Y, mucho mejor, lo contrario: que en nuestras cabezas fomentemos lo que de bueno haya en nuestro corazón. Convertir en costumbre los sentimientos positivos que en nuestro corazón se despiertan a veces: al ver el sufrimiento ajeno, la pobreza, la exclusión o el desprecio. Convencer a nuestra cabeza de que tenemos que fomentar la generosidad, el amor, el acogimiento y el aprecio...

En definitiva: este es el método para llevar a la práctica el mensaje evangélico.

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