miércoles, 3 de marzo de 2010

La injusticia está dentro de nosotros

Esta es otra de las afirmaciones explosivas del Papa en su carta cuaresmal, por mucho que no haga más que repetir la enseñanza evangélica.

Nos dice el Señor -cuando se ve recriminado porque come sin lavarse las manos-, que no es lo de fuera lo que mancha al hombre, sino lo que el hombre saca de su corazón... Por supuesto se está refiriendo a lo que mancha su alma.

Parece que hoy en día nos hemos olvidado de este pasaje evangélico, y culpamos con demasiada facilidad de los males del mundo a elementos ajenos a nosotros mismos. Ante una injusticia, siempre hay alguien a quien culpar: la sociedad, las autoridades, la casualidad, incluso nos atrevemos a culpar a Dios... Y siempre encontramos una excusa en la que escudarnos de nuestra actitud apática ante esa injusticia.

Pero el Papa nos viene a recordar que los ataques de fuera no pueden hacernos mal; que en definitiva, nada externo puede violentar nuestra libertad. Lo que nos hace mal no es la injusticia ajena, sino nuestra conducta al respecto, nuestra aceptación.

No nos hacen mal los políticos que nos atacan, ni los que aprueban el aborto o el llamado matrimonio homosexual, ni los que nos inundan con pornografía. Estas cosas nos harán mal en la medida en que nosotros las aceptemos; o, para diferenciarnos de "los malos", las aceptemos sólo en menor medida, las aceptemos sólo en la medida del "mal menor". Por ejemplo, la ley española del divorcio exprés -que permite disolver civilmente un matrimonio a los tres meses de celebrado y sin causa alguna- sólo hará mal a la sociedad si los esposos egoístamente acuden a ella. La ley que despenaliza el aborto no matará ningún niño, sin el concurso del egoísmo de la madre y el médico (1).

Por esto, nos dice textualmente el Papa: "La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su origen en el corazón humano donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal". La injusticia no proviene de las estructuras sociales ni de las ideologías nefastas, sino del egoísmo humano, que es el que, a la postre, ahoga nuestro impulso inicial para compartir y nos incita a retener lo nuestro -lo que nos pertenece-, en aferrarnos a lo que necesitaría nuestro prójimo...

Si queremos mejorar el mundo, empecemos mejorando nosotros, evitando cualquier convivencia con el mal, aunque sea menor y esté socialmente aceptado. Porque si el mal no anida en el corazón humano, entonces deja de existir.

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(1) Por supuesto, dejo claro que una ley injusta será ilegítima e infame, aunque nadie llegase a aplicarla; y debe rechazarse su mera promulgación.

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