domingo, 2 de enero de 2011

La vida, un derecho y un deber

Comienza un nuevo año y la vida sigue... Pero no siempre dejamos que la vida, toda vida, siga.

Por desgracia, en España se vuelve a hablar de legalizar la eutanasia, es decir, de permitir que aquellos que no encuentran un motivo para seguir viviendo -en definitiva, aquellos que no se sienten amados-, se puedan quitar de en medio. Es la solución más cínica y cobarde que se le ha ocurrido a nuestra progresista civilización: aquellas vidas que no apreciamos, porque no tienen "utilidad" para nosotros, lo mejor es aniquilarlas. En vez de convencer a todos de que una vida tienen valor en sí misma porque es algo único e irrepetible, les permitimos marchar con la seguridad de que a nadie le interesa que se queden.

Se reclama la eutanasia como el derecho a una muerte digna. Pero el suicidio nunca puede ser una muerte digna, sino el más indigno de los destinos: la desaparición porque a nadie le interesamos. La eutanasia es la manifestación patente del fracaso de una sociedad que confunde "vida digna" con "satisfacción del deseo"; como si la vida no tuviese una dignidad intrínseca, independientemente se las condiciones en que se desarrolle.


La eutanasia, el suicidio -asistido o no- nunca es lícito. Hablábamos hace unas entradas de que las libertades de unos se entrelazan con las de otros, hasta un punto en el que libertades, derechos y obligaciones acaban confundiéndose con las propias personas, con el prójimo. Pues estamos ahora ante una manifestación clara de esto: la vida es nuestro derecho, que los demás deben respetar siempre; pero también es nuestro deber, que debemos respetar frente a los demás. Y es que olvidamos que nuestra vida también es un derecho de los demás: evidentemente, sin las vidas de unos y otros no existiría ni la sociedad ni la humanidad.


Así, nuestra libertad de desear una vida placentera y libre de sufrimientos (lo que constituye un aspecto muy accesorio y pobre de la vida), tiene como límite la propia vida; es decir, nunca puede llevarnos a prescindir de ella.Y siempre podremos exigir que los demás la valoren como tal, cualquiera que sean sus circunstancias.


La vida, toda vida, la vida de cada uno, es un regalo que Dios hace al resto de la humanidad y, por tanto, a cada uno de los demás seres humanos. Nuestra obligación es agradecerlas, respetarlas y cuidarlas para que se desarrollen en óptimas condiciones. Y como ese regalo pertenece a todos, nadie, ni el propio individuo, puede aniquilarlo.

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