viernes, 24 de octubre de 2014

El alcalde y sus hijos

Os propongo un ejemplo sobre cómo es imposible amar a Dios sin amar a los demás.

Imaginaos al típico adulador que se cruza con el alcalde de su pueblo y no deja de saludarle, decirle cosas amables e incluso invitarle a una cerveza en el bar más cercano. Pensará que se ha ganado su amistad y que el alcalde estará encantado con su compañía. Pero poco después de dejarle, se cruza con los hijos del alcalde y los desprecia, les retira el saludo e incluso los insulta. Cuando estos le cuenten a su padre la conducta de ese vecino, ¿estará contento el padre o se enfadará con él?

Por el contrario, otro vecino que ha tenido serios problemas con el Ayuntamiento y su alcalde, aprovecha la menor oportunidad para demostrarle su desprecio, en público y en privado. Esto, por supuesto, levanta las iras del alcalde, que trata de responderlo de la misma forma. Pero este ciudadano, se encuentra en una ocasión con uno de los hijos menores del alcalde, que acaba de tener un accidente con su bicicleta y ha quedado tendido en la calzada y lleno de magulladuras. Lo auxilia, lo lleva a su casa en su coche, lo reconforta con una buena merienda y finalmente lo conduce a casa de su padre el alcalde, aunque tiene la precaución de parar bien lejos, para no encontrarse con su enemigo.

Cuándo el alcalde se entere de su conducta, ¿Cómo reaccionará? ¿No sentirá aprecio por ese vecino que se ha portado tan bien con su hijo?

Si Dios es Padre, sólo se le puede amar amando a sus hijos.

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