jueves, 9 de agosto de 2018

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados (Mateo 5, 4); pero también: alegraos siempre en el Señor, de nuevo os lo digo: ¡alegráos! (Filipenses 4, 4)


¿En qué quedamos: tenemos que llorar como nos recomienda el Señor o tenemos que alegrarnos, como nos dice san Pablo?
En el discurso de las Bienaventuranzas el Señor quiere contraponer lo que el mundo considera como dicha (bienestar, placer, poder y fortuna) con lo que realmente es importante y nos hará dichosos. El mundo desprecia el llanto; pero éste puede ser dichosos en función a la causa que lo provoca: si sufrimos por una causa superior, entonces debemos aceptarlo sin tristeza y con el convencimiento de que a la larga seremos consolados.
Y esto mismo es lo que nos dice san Pablo: un cristiano que espera en el Señor no puede estar triste, porque a pesar de que sus circunstancias puedan ser desfavorables, sabe que tiene el mayor de los tesoros: el amor de Dios. El apóstol viene a combatir esa errónea creencia de que la virtud y el ascetismo son incompatibles con el buen humor. Nada más equivocado: la fe, la esperanza y la caridad cristianas nos tienen que llevar a la alegría, porque nos sabemos hijos de Dios.
Un cristiano triste es un triste cristiano; una virtud triste nunca es virtud.

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